lunes, 5 de abril de 2010

Ficciones del despojo. Notas para una investigación inconclusa

Esta conferencia, con variantes, ha sido presentada en diferentes ámbitos: el Instituto Cervantes de Nueva York (1997), el Coloquio de Narrativa de la Universidad del Zulia (1998) y la Louisiana Conference on Hispanic Languages and Literatures (1999)


Dice Borges en “Funes el memorioso” que recordar es un verbo sagrado, y la memoria, un vaciadero de basuras. La tarea del que recuerda es similar a la de quien hurga en el vaciadero de lo inútil, lo desechado, lo residual. Se entra en ese basural a recoger lo que han dejado allí para dignificarlo, para darle un lugar honroso, para vivificarlo. En ese sentido, es sagrado. Pero, ¿de qué materia son los residuos de la memoria contemporánea?
Estamos en presencia de un fenómeno que todos conocemos porque surge en nuestra experiencia inmediata: la simultaneidad e instantaneidad de los acontecimientos. Es un efecto de la tecnología que nos coloca de manera distinta frente al tiempo porque nos permite percibir simultáneamente lo que ocurre o ha ocurrido en forma distante y discrónica. Ya no se trata de reivindicar nostalgias que nos sugieran otra manera de pasar el tiempo, nos encontramos frente a un fenómeno dado, al menos para quienes vivimos en la civilización occidental o a sus orillas. Es otra manera de situarnos, de pensar, de sentir. Esa nueva sensibilidad ha encontrado su expresión en los creadores de narrativa de hipertexto multimediático, pero, para los escritores –llamémonos tradicionales- plantea un reto porque el lenguaje simbólico, el lenguaje de la escritura, solamente comprende tres dimensiones.
Podríamos aquí dividirnos entre escritores que piensan que escriben acerca del presente, otros acerca del pasado, y los cultivadores del género de ciencia-ficción. Y sin embargo, pareciera ser lo mismo en tanto las barreras de las tres dimensiones temporales se han desvanecido. Se puede escribir una novela de ciencia-ficción con ambiente medieval -de hecho muchos video-juegos tienen esa característica-, o se puede escribir una novela histórica discrónica, como por ejemplo, Denzil Romero que llevó al eminente general Francisco de Miranda de paseo por el Village del Nueva York de los setenta; y en mi caso personal, en la novela Doña Inés contra el olvido, obligué a una honorable señora colonial a ver cómo hacían esquí acuático en los canales de Barlovento. Los novelistas podemos modestamente traspasar estas dimensiones del tiempo, desde que éstas han comenzado a cambiar en el mundo o transgredir las estabilidades de la identidad como ocurre en la novela de José Balza, Después Caracas. Dicho de otra manera, el problema de una novela no es, como lo fue, producir una dimensión temporal dentro de su estructura, el problema ahora es qué hacer con un tiempo simultáneo e inmediato, que parece infinito.
¿Cuál es el efecto de esa manera de transcurrir el tiempo? O mejor dicho, ¿cuál es el efecto que me interesa como escritora? Un efecto de despojo. No bien presenciamos el acontecimiento, éste se ha desvanecido, y hemos quedado despojados. Despojados no es igual a ignorantes. En mi imaginario de lo que haya sido la vida en épocas anteriores, supongo que cada persona tenía en su corta existencia una escasísima posibilidad de ser espectador del mundo. Analfabeta, aislado geográficamente, sin otros medios de comunicación que la visita de un viajero ocasional que podía o no pasar de largo por aquella aldea, ¿qué sabía del resto del mundo ese habitante? Lo ignoraba. Pero este fenómeno del que hablo es precisamente lo opuesto: saberlo todo. Somos como Funes, los predestinados a tener una percepción absoluta, una información total, y como tal cosa no es posible, sufrimos el despojo de que la existencia transcurre ante nosotros, pero tanta y tan rápida, que no sabemos de ella. Apenas nos toca, nos abandona.
Frente a esto, el novelista tiene una tarea muy lenta. Escribir una novela es muy laborioso, muy inútil si se quiere. Toma años, si medimos desde la gestación de la idea inicial hasta la publicación, y más si incluimos el tiempo de experiencia vital que en ella va incluida. Así que muy probablemente, cuando una novela llegue a los lectores, el presente de quien la escribió, es ya pasado. Milagros Mata Gil me decía que le gustaría escribir una novela de ciencia-ficción, pero temía que cuando estuviera publicada, ya no sería, seguramente, ficción. Decididamente, el novelista no puede estar corriendo detrás del tiempo porque pierde la carrera seguro, ni puede aferrarse a la pretensión de asir el presente porque esa presencia es demasiado efímera, y hasta el futuro se le escapa.
Podemos escribir desde cualquier lugar, desde cualquier momento, y esa libertad produce vértigo, caer en ese abismo como el que define Borges en la memoria absoluta de Ireneo Funes: producir un inútil catálogo mental. Ese es para mi modo de ver el mayor riesgo de un novelista contemporáneo, la sensación de que cualquier cosa puede escribirse, de que cualquier tema es igualmente válido o banal, de que cualquier perspectiva es tan legítima como insuficiente. El novelista necesita rescatarse de esa banalización que nos envuelve para encontrar al menos un campo de sentido que no sea solamente el de contar historias.
Uno de ellos es la Historia con mayúsculas. La escriben, primero, los que pueden escribir, y segundo, los vencedores. La Historia grande, la historia oficial, está escrita por hombres. Creo que eso es bastante claro. El problema es que la Historia la hacen los hombres y las mujeres, aunque éstas suelen tener una aparición mucho más discreta en los créditos. El problema no se mitiga escribiendo una novela en la cual la protagonista sea una heroica y maravillosa mujer. No, no tiene nada que ver con eso. La Historia de la que estoy hablando no es la de las batallas, ni la de las independencias y revoluciones, a las que tan aficionados somos los latinoamericanos. La Historia es ese tejido social que atraviesa la reproducción y creación cotidiana de la vida que ocurre todos los días.
Lo cotidiano, cuando aparece en las novelas escritas por mujeres, no recibe el honroso calificativo de histórico sino de “costumbrista” o “íntimo”, y de allí a declararlo banal e intranscendente no hay más que un paso. A juzgar por muchos libros de historia, la vida no era más que el día aquel de la batalla gloriosa, de la proclama incendiaria, y hoy, sería el día en que el FMI firma el préstamo de ayuda o algún presidente el tratado de paz con los incómodos insurgentes que no se dan cuenta de lo bien que marcha todo. Por eso, es historia de dominio en la que se resaltan los hechos dominantes.
El caso es que en la Historia con mayúscula las mujeres generalmente aparecen a causa de ser madres, esposas, hijas o amantes del personaje en cuestión. Lo que la mujer crea en términos de cultura, con frecuencia es, si no negado, minimizado. No estoy sino recalcando algo sabido pero que me permite llegar a donde quiero ir, es decir, a la perspectiva de la mujer escritora cuando enfrenta la memoria histórica. Se sitúa en una doble marginación. La primera es la de situarse en la perspectiva de la escritura, que es, como dije al principio recordando a Borges, la de ir al basural de los residuos. Porque quien escribe novelas no puede centrar su interés en contar de nuevo los hechos reseñados por la historiografía, lo que sería una repetición absolutamente inútil. Si va al basural, va buscando los desechos, los escombros, los desperdicios. Y va buscando darles un sentido. Va buscando una cierta verdad. No una verdad verdadera, sino una verdad de reconstrucción, una verdad de sentido, una verdad estética.
Escuché una vez a Laura Antillano comentar que las mujeres miramos de lado. Esa mirada de lado es la del niño del cuento de “El Rey está desnudo”, la mirada que puede ver lo que no se ha dicho, lo que se ha ocultado, siendo a la vez tan evidente. La segunda perspectiva de la mujer como actor social es que, por partir de una condición excluida en el discurso, no aparece en la historia con representación propia, y ello le permite meterse por otros caminos, ver los acontecimientos desde esa mirada oblicua que tiene el sujeto que no es protagonista. Esa condición le permite contar otra historia, dar otra versión porque el punto de mira es distinto. Ver desde otro lugar y ver otras cosas. Stefania Mosca, desde la perspectiva del sarcasmo y lo grotesco, ofrece esta mirada de la oblicuidad de una manera radical en su novela “Pequeño mundo”.
La mujer, en el proceso de ocupar un espacio propio en el discurso social, tiene que partir de un lugar históricamente negado, y por lo tanto, olvidado. Su nostalgia, por lo tanto, no es la recuperación del paraíso perdido, sino, por el contrario, la constatación de una carencia como sujeto simbólico, en la que reconoce la precariedad de los otros. Más que para establecer la crónica de la intimidad, la mirada de la mujer contemporánea me parece entrenada para observar el vacío, la negatividad, la distancia entre lo declarativo y manifiesto con respecto a lo implícito y latente. Acostumbrada a no creer en un discurso que la excluye, a saber percibir constantemente que su representación está ausente, aprende a descifrar la parodia, a no hacerle mucho caso a la fanfarria. Tiene una mirada iconoclasta porque sabe que la estatua es siempre fálica. Es una manera de mirar y probablemente una manera de recordar.
Si hay “maneras” de recordar, si la memoria no es un hecho dado y compartido, ¿cómo es la memoria venezolana? ¿Qué registros utiliza? ¿Qué caminos atraviesa? Los venezolanos, cuando incursionamos en el tema de la recuperación, no enfrentamos la amnesia que divide la historia en dos, antes y después de la dictadura, mediante el olvido decretado, como puede verse en los países del Sur. Una novela emblemática de la recuperación de este tipo de amnesia podría ser Los planetas de Sergio Chejfec; aun cuando escrita en Caracas, su memorialización se dirige a ese hueco del registro, incluso corporal, que dejan los desaparecidos. Hasta ahora, los venezolanos contemporáneos –y me atrevería a extenderlo al pasado- no hemos sufrido los cortes en la continuidad histórica que producen los regímenes totalitarios, ese “aquí no ha pasado nada”, propio del terrorismo de Estado. Por otra parte, la dictadura de Marcos Pérez Jiménez -entre 1948 y 1958- tampoco puede considerarse un corte del hilo histórico, sino más bien lo contrario, una continuidad del caudillismo decimonónico. Pérez Jiménez es un coronel cuando insurge en 1945 contra otro general andino, Isaías Medina Angarita, siguiendo la tradición caudillesca por la cual un jefe se levanta contra otro, en la medida en que ha acumulado suficiente poder para ello. Lo que ocurrió, en ese año, fue que la insurrección cívico-militar que derrocó a Medina, dio lugar a un gobierno civil, conocido como “el trienio”, ya que solamente duró hasta 1948, fecha en que fue derrocado el presidente y escritor, Rómulo Gallegos, por Pérez Jimenéz, entonces general.
La dictadura perezjimenista no impuso una amnesia contra una cultura democrática anterior, puesto que no la había. No se propuso olvidar lo pasado y volver a empezar, pues de hecho el pasado ofrecía más bien dictaduras, generalatos, tutelas militares. Se propuso modernizar el país, siguiendo ideas nacionalistas y militaristas, no muy distantes del positivismo del siglo XIX. Su lema fue el “Nuevo Ideal Nacional”. Hubo, desde luego, torturas, cárceles, represión popular, exilios, pero la finalización de ese período dictatorial no dejó un saldo de amnesia, o de ruptura del país. Por el contrario, el fin de la dictadura se consideró el gran momento de unidad nacional en la que todos los partidos y todas las clases sociales coincidían, incluyendo al propio Ejército, quien fue, finalmente, el actor que le dio el golpe de gracia al régimen. A diferencia de otros países donde los gobiernos han querido borrar la tragedia nacional ocurrida durante la dictadura, en Venezuela los gobiernos subsiguientes, que fueron los primeros gobiernos democráticos de la historia, por el contrario, insistieron en la memoria de la dictadura, en la exaltación de sus horrores, y del heroísmo popular, uniéndolos en el imaginario de la identidad nacional a la larga dictadura histórica de Juan Vicente Gómez (1908-1935) con la que puede haber similitudes, pero desde luego, también importantes diferencias por tratarse de períodos muy distintos.
Lo que pretendo señalar con estas referencias es que los procesos venezolanos contemporáneos difieren bastante de otros casos latinoamericanos y que, por consiguiente, los procesos de desmorialización y rememorialización son también diversos. No hay un corte profundo, una amnesia totalizante sobre un determinado momento histórico, no hay un país que de pronto se ve roto en dos, y que por lo tanto, se ve obligado a olvidar una de esas mitades.
Para nosotros, que desde 1958 hemos vivido en democracia, hoy amenazada, los problemas de recuperación han sido otros. Tienen más que ver con la perforación de la memoria, con la presentación y borradura de los acontecimientos que impide la reflexión sobre los mismos. Con la simultaneidad e información que permite un régimen democrático, pero también con la posibilidad de vaciamiento semántico de lo informado. Nuestra memoria es, más bien, una memoria perforada, un telón sobre el que se van abriendo huecos que erosionan, perforaciones en las redes de comunicación social.
Quizá por ello, la escritura, como uno de los posibles escenarios en los que se plantea la recuperación, no ha procedido en nuestra novelística reciente por la vía de la denuncia o de la presentación de hechos históricos concretos. Ha seguido más bien un trabajo de tela de araña, de pequeña excavación, de recuerdos mínimos -falsos o ciertos- de representaciones de época o personajes -históricos o ficcionales-, de reflexión interiorizada de lo que fue, o de lo que pudo ser. Como escribe Carlos Noguera en su novela Juegos bajo la luna, “si la memoria adolece de esa fragilidad, entonces la literatura sería una falsificación con derecho…una falsificación que invadiría el lugar de la vida, al menos de la vida que fue”. El novelista se sitúa como el testigo angustiado de un desmoronamiento semántico, como si temiera la pérdida, no de lo ocurrido que pertenece al pasado, sino, precisamente, del mismo presente despojado.
Por otra parte, el discurso histórico ha sido sustituido en la contemporaneidad por los informativos, el reality show, el docudrama. A veces nos preguntamos si son verídicas las escenas de catástrofes y crímenes televisadas o parte de un video de horror cuya finalidad es sacar a los espectadores del aburrimiento a que los somete la vida cotidiana. Resumiré un ejemplo de cómo se desmemorializa relatando mi recuerdo de una noticia de un informativo de televisión que produjo un programa especial para reseñar un hecho de violencia en la ciudad de Caracas ocurrido unos meses atrás .

1. Las imágenes de la TV nos dan la noticia de un asalto en una céntrica cafetería. Vemos primero a los asaltantes vivos entrar en la camioneta de la policía. Luego los cadáveres de los asaltantes, que, evidentemente, han sido muertos por los policías. A continuación el cadáver de una mujer policía que murió en el asalto disparada por los asaltantes. Después, entrevistas de calle: “¿Qué piensa Ud. de lo sucedido? ¿Quién tiene la razón, los asaltantes o los policías?” Luego, entrevistas a familiares de ambos bandos: de la mujer policía muerta y de los asaltantes.
2. La periodista, conductora de un conocido talk show, da un conmovido pésame a la familia de la mujer policía muerta, y a continuación, en tono ligero dice, “vamos a comerciales”.
3. Un panel de expertos comenta el horror de lo ocurrido. Nuevas imágenes de los cadáveres de los asaltantes, muertos por la policía en la patrulla, y el de la mujer policía que -ahora nos informan- murió porque no llevaba chaleco antibalas.
4. Acto seguido, la periodista invita a los televidentes para el día siguiente en que “sí vamos a tener un programa que es una fiesta, nos visita Juan Gabriel, y va a ser un programa cheverísimo para toda la familia”.

Esta modalidad que no es sino la copia del estilo común de los noticieros internacionales, deja en el basural de los residuos toneladas de acontecimientos sin sentido, despojándonos de la historia que transcurre todos los días y situando al ciudadano en la posición de espectador fragmentario que no puede interpretar su tiempo porque no sabe si ha presenciado una escena de violencia, de la cual todos somos protagonistas, víctimas y victimarios, o simplemente el anuncio de que pronto podrá escuchar a un famoso cantante y olvidar así preguntarse qué nos estará pasando cuando asaltan céntricos establecimientos a la luz del día, y los policías toman la decisión de ejercer por su mano la justicia. Por este acceso es que me parece interesante escribir contra el olvido. Volver sobre lo sucedido para ver si en los intersticios aparece un sentido: la única sede más o menos segura de una novela. Allí todavía queda algo por hacer.

En:A beneficio de inventario. Ana Teresa Torres, Caracas: Memorias de Altagracia, 2000.