domingo, 1 de agosto de 2010

BIOGRAFÍA

Ana Teresa Torres (Caracas, 1945) es Licenciada en Psicología por la Universidad Católica Andrés Bello, 1968. Posteriormente realizó el postgrado de Psicología Clínica en el Centro de Salud Mental del Este del Ministerio de Sanidad (1973). Se formó como psicoanalista en la Asociación Venezolana de Psicoanálisis, obteniendo el título de Psicoanalista (1982). En 1989 renunció a esta institución y junto a un grupo de colegas fundó la Sociedad Psicoanalítica de Caracas de la cual es miembro titular, así como de la Asociación Psicoanalítica Internacional.
Entre 1970 y 1993 ejerció la práctica privada de la psicoterapia y el psicoanálisis y trabajó como psicóloga clínica en el Centro de Salud Mental del Este, la Maternidad Concepción Palacios, y el Instituto Nacional de Psiquiatría Infantil, entre otras instituciones. Ha sido instructora de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica Andrés Bello, profesora del Instituto Superior de Psicopedagogía, del Instituto Pedagógico de Caracas, y de la Escuela de Psicología de la Universidad Central de Venezuela, así como profesora titular de la Sociedad Psicoanalítica de Caracas. Ha dictado y coordinado numerosos cursos de psicoterapia para psicólogos y psiquiatras, ha sido profesora ad honorem en varios postgrados y dictado conferencias en distintos ámbitos. Fue directora del Fondo Editorial de la Sociedad Psicoanalítica de Caracas, y de Trópicos, Revista de Psicoanálisis. En 1993 abandonó la práctica clínica del psicoanálisis y la psicoterapia.
Su primera aparición en el campo literario tuvo lugar cuando ganó el concurso de cuentos de El Nacional en 1984; a partir de entonces comenzó a publicar novelas, ensayos y otros estudios. Es una activa promotora de la literatura y coordinadora, entre otros eventos, de la Semana de la Nueva Narrativa Urbana junto con Héctor Torres.
Vive en Caracas y tiene dos hijos, Gastón Miguel e Isabel, y un nieto, Julio Antonio

La herencia de la tribu por Rafael Arráiz Lucca







La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana (Alfa, Caracas, 2009) de Ana Teresa Torres se inscribe en una escasa línea de investigación nacional: la que hunde el bisturí hasta las zonas más profundas de nuestra psique colectiva, en busca del corazón de los mitos. Es decir, de las sustancias emocionales que forman el arrecife que detiene el oleaje de la razón.

Torres desmenuza una por una las simplificaciones en que ha incurrido Hugo Chávez desde que encarnó el arquetipo de héroe el 4 de febrero de 1992 y hasta nuestros días. Va buscando el origen de sus creencias, sus petrificaciones conceptuales, en el pasado nacional.

Es obvio que Chávez no es un marciano caído de una nave espacial, es hijo de las propias reducciones mitológicas con que los venezolanos nos hemos explicado las complejidades de nuestra historia. La combinatoria de nuestra mitología nacional es ubicada y analizada por Torres con destreza de cirujano: el mito de la independencia inconclusa y su relación con la Edad de Oro; la sustancia romántica de la figura de Bolívar, su condición crística de héroe traicionado; la idea mesiánica según la cual la tarea del Libertador ha de concluirla otro héroe, que retome la senda perdida y repare el pecado original.
Bisturí adentro, el lector acompaña a Torres que ausculta las vísceras, fascinada, y la sigue en su disección. Advierte, con ella, que la materia es elemental y, seguramente, eficiente en su poder mitologizante.

Concluida la etapa creadora de la democracia y su poder futurista, el venezolano quedó sin “tierra prometida” y a merced de otra utopía.

Entonces, emergió de la memoria independentista un redentor, un hombre con el dominio de la palabra, que ha logrado sustituir la realidad por el verbo. El país se cae a pedazos, pero los seguidores del Tótem lo oyen disertar, embelesados. La voz del redentor se escucha como un mantra, todos los días.

El libro de Torres, además, se iza como una lectura de las ideas que sobre la venezolanidad se han formulado en los últimos años. En este sentido, es una investigación democrática, incluyente y respetuosa.

En las antípodas del monólogo, el libro se va tejiendo a dos voces: la convocada por la agudísima lectora que es Torres, cuando le da pie a la voz ajena y, la propia, que apunta entre un hallazgo y otro y, además, va como hilando entre piedras preciosas una red donde puede mecerse el cuerpo nacional.

Dije red, no dije mesa, ni mármol: hay movimiento.

Al final del recorrido nuestra autora traza un mapa del relato emancipador mitológico, formulado por el redentor. ¿El origen? Un pueblo sometido por un enemigo. ¿El pueblo? El sujeto a quien Chávez emancipa. ¿De quién? De los españoles, de los blancos criollos, de la oligarquía que traicionó a Bolívar, de las potencias extranjeras, de la democracia puntofijista, del Imperio norteamericano, de los golpistas del 11 de abril, de los pitiyanquis de siempre. Su discurso atraviesa el tiempo histórico.

¿El héroe? Todos lo sabemos.

¿El destino? La refundación de la patria, antes; ahora, el socialismo.

¿Estas formulaciones reduccionistas funcionan? Por supuesto, se trata de una explicación, de un relato que la gente sigue y comprende. No importa que sea falso. Claro, no sirve para los que están alertas, los que han sido educados para advertir los matices y los fraudes.

Este libro es indispensable para comprender el chavismo, no sólo porque lo analiza en su work in progress, sino porque lo advierte en el pasado mitológico nacional: su fuente nutricia.



viernes, 16 de julio de 2010

OBRAS PUBLICADAS

I. Ficción: Novelas y cuentos

1) El exilio del tiempo. Caracas: Monte Ávila Editores, Col. Continentes, 1990, 1991, 1992,1993.
2) Doña Inés contra el olvido. Caracas: Monte Ávila Editores, Col. Continentes, 1992. 2ª edición, 1999. 3ª edición. Caracas: Editorial Alfa, Biblioteca Ana Teresa Torres Nº 4, 2008.
3) Vagas desapariciones. Caracas: Editorial Grijalbo, 1995.
4) Malena de cinco mundos. Washington, DC: Literal Books, 1997. 2ª. Edición, Caracas: Editorial Blanca Pantin, Col. Narrativa, 2000, 2005. 3ª. Edición. Madrid: Editorial Veintisiete Letras, Col. Las eras imaginarias, 2008.
5) Los últimos espectadores del acorazado Potemkin. Caracas: Monte Ávila Latinoamericana, Col. Continentes, 1999.
6) La favorita del Señor. Caracas: Editorial Blanca Pantin y Fondo Editorial La Nave va, 2001. 2ª edición, Caracas: Alfadil Ediciones. Col. Letra Erecta, 2004.
7) Cuentos completos (1966-2001). Mérida: Ediciones El otro, el mismo, Col. Salvador Garmendia, 2002.
8) El corazón del otro. Caracas: Alfadil. Col. Alfa 7, 2005.
9) Dos novelas (El exilio del tiempo, 2ª. Edición, y Me abrazó tan largamente). Mérida: El otro, el mismo, Col. Salvador Garmendia, 2005.
10) Nocturama. Caracas: Editorial Alfa. Biblioteca Ana Teresa Torres No 1. 2006.
11) La fascinación de la víctima. Caracas: Editorial Alfa. Biblioteca Ana Teresa Torres No. 3. 2008.


Traducciones:

Doña Inés versus Oblivion. Traducción al inglés de Gregory Rabassa. Baton Rouge: Lousiana State University Press, 1999. London: Weidenfeld & Nicolson, 1999. New York: Grove Press, 2000. London: Phoenix, 2000.
Dona Inês contra o Esquecimento. Traducción al portugués de Luís Filipe Sarmento. Lisboa: Editorial Bizâncio, 2003.

En antologías:
• “Casas abandonadas” (fragmento de El exilio del tiempo). En Alrededores de la casa. Caracas: Colección Econoinvest. No. 4. Prólogo, selección y notas de Yolanda Pantin y Federico Pacanins.
• “Retrato frente al mar”. En Narradores de El Nacional (1946-1992). Caracas: Monte Ávila Editores, 1992. En Antología de cuentistas HispanoamericanAs. Da Cunha-Giabbai, Gloria y Acevedo-Leal, Anabella (eds). Washington, DC: Literal Books, 1996. En Cuentos que hicieron historia. Ganadores del concurso de cuentos del diario El Nacional 1946-2004. Caracas: Los Libros de El Nacional, 2005: 289-296.
• “El vestido santo”. En Las mujeres toman la palabra. Antología de narradoras venezolanas. Introducción y compilación de Luz Marina Rivas. Caracas: Monte Ávila Latinoamericana, 2004: 205-217. También en Contar es un placer. Selección de cuentos hispanoamericanos. Selección, prólogo y notas de Emmanuel Tornés. La Habana: Casa editora Abril, 2007: 419-427.



II. No ficción: Estudios, ensayos y monografías

1) Elegir la neurosis. Caracas: Editorial Psicoanalítica y Vadell Hnos, 1992. 2ª. Edición. Caracas: Colección Fondo Editorial Sociedad Psicoanalítica de Caracas, 2002.
2) El amor como síntoma. Caracas: Editorial Psicoanalítica, 1993.
3) Territorios eróticos. Caracas: Editorial Psicoanalítica, 1998.
4) A beneficio de inventario. Caracas: Memorias de Altagracia, Col. Ensayo, 2000.
5) El alma se hace de palabras. Cinco ensayos sobre escritura y psicoanálisis. Caracas: Editorial Blanca Pantin, Col. Breves, 2003.
6) El hilo de la voz. Antología crítica de escritoras venezolanas del siglo XX. Con Yolanda Pantin. Caracas: Fundación Polar y Angria Ediciones, 2003.
7) Historias del continente oscuro. Ensayos sobre la condición femenina. Caracas: Editorial Alfa. Biblioteca Ana Teresa Torres No 2. 2007.
8) La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana. Caracas: Editorial Alfa. Biblioteca Ana Teresa Torres. No. 5. 2009

III. Compilaciones

1) De la urbe para el orbe. Nueva narrativa urbana. Selección y compilación de cuentos con Héctor Torres. Prólogo de Luis Barrera Linares. Caracas: Alfadil, 2006.
2) Quince que cuentan. II Semana de la Nueva Narrativa Urbana. Selección y compilación de cuentos con Héctor Torres. Prólogo de Carlos Pacheco. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2008.
3) Tiempos de ciudad. III y IV Semana de la Nueva Narrativa Urbana. Selección y compilación de cuentos con Héctor Torres. Prólogos de María del Pilar Puig y Luz Marina Rivas. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2010.


Próximas apariciones:

La favorita del Señor. En Alfa, Biblioteca Ana Teresa Torres.
Lya Imber de Coronil. Biografía. En Biblioteca Biográfica de El Nacional
Los últimos espectadores del acorazado Potemkin. En México: Fondo de Cultura Económica. Col. Aula Atlántica.

PREMIOS OBTENIDOS

1) Primer Premio del Concurso de Cuentos 1984 del diario El Nacional por el cuento “Retrato frente al mar”.
2) Premio de Narrativa del Concejo Municipal del Distrito Federal de Caracas 1991 por la novela El exilio del tiempo.
3) Premio de Narrativa del Consejo Nacional de la Cultura 1991 por la novela El exilio del tiempo. 4) Premio de Novela de la I Bienal Mariano Picón-Salas 1991 (Mérida, Venezuela) por la novela Doña Inés contra el olvido.
5) Mención de Finalista en el Concurso de Novela Erótica “La Sonrisa Vertical” 1993 de la Editorial Tusquets (Barcelona, España) por la novela inédita Eco de goce ajeno (La favorita del Señor).
6) Premio Pegasus de Literatura 1998 a la mejor novela venezolana de la década por Doña Inés contra el olvido otorgado por la Mobil Corporation.
7) Premio Municipal de Narrativa de la Alcaldía de Caracas 1999 por la novela Los últimos espectadores del acorazado Potemkin.
8) Premio Anna Seghers 2001 por obra general. Fundación Anna Seghers de Berlín, Alemania.

PARTICIPACIÓN EN ACTIVIDADES LITERARIAS

• Jurado del Premio de Narrativa de Fundarte de la Alcaldía de Caracas 1991.
• Jurado del Premio de Narrativa del Consejo Nacional de la Cultura 1992.
• Jurado del Premio de Narrativa del Concejo Municipal del Distrito Federal de Caracas 1994.
• Jurado del I Premio de guiones cinematográficos de largometraje de Fundavisual Latina. Caracas, 1996.
• Jurado del Premio de Narrativa del Consejo Nacional de la Cultura 1996.
• Jurado del Premio Nacional de Literatura de 1999 auspiciado por el Consejo Nacional de la Cultura (Venezuela).
• Jurado de la II Bienal de Novela “Adriano González León” organizada por el Pen Venezuela, Econoinvest y Grupo Editorial Norma. Caracas, 11 de octubre 2006.
• Jurado del 65º Premio Ricardo Miró 2007 sección Novela. Instituto Nacional de Cultura de Panamá, Ciudad de Panamá 14-19 octubre 2007.
• Jurado del VI Premio de cuentos de la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (Sacven). Caracas, 10 de diciembre 2007.
• Jurado del VIII Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana. Caracas, septiembre 2008.
• Jurado del II Premio Andrés Bello de la Academia Venezolana de la Lengua. Caracas, noviembre 2008.

DISTINCIONES Y RECONOCIMIENTOS

1. Residente del Bellagio Study & Conference Center (Italia) de la Fundación Rockefeller y beca de viaje del Roberto Celli Memorial Fund para trabajar con Yolanda Pantin en el proyecto “Antología crítica de escritoras venezolanas contemporáneas.” (Septiembre-Octubre, 1999).

2. Medalla “Lucila Palacios”. Círculo de Escritores de Venezuela. Caracas, 27 de noviembre 2001.

3. Orden “Josefa Camejo”. Centro de Estudios de la Mujer y Rectorado de la Universidad Central de Venezuela. Caracas, 12 de marzo 2002.

4. Distinción “Amigo de Venezuela”. Fundación Venezuela Positiva. Caracas, 1 de octubre 2003.

5. Incorporación como Individuo de Número a la Academia Venezolana de la Lengua. Caracas, 16 de enero 2006.

6. Doctorado Honoris Causa en Literatura por la Universidad Católica Cecilio Acosta. Maracaibo, 27 de mayo 2010.

PRESENTACIONES INTERNACIONALES

1) “El escritor ante la realidad política venezolana”. Ponencia en el Simposio “Venezuela: Sociedad y Cultura al final del siglo.” Brown University, Providence, RI. 29-31 octubre, 1991. Inti, Revista de Literatura Hispánica, Num 37-38. Primavera-Otoño 1993: 37-45. Providence, RI. En Torres, Ana Teresa. En A beneficio de inventario.
2) “Destinos de la novela”. Ponencia en el Simposio “Novel of the Americas.” University of Colorado at Boulder. Boulder, 8-25 septiembre, 1992. En Revista Imagen N° 100-97. Caracas, agosto 1993.
3) Discusión de la mesa: “Historia y Sociedad Venezolanas: La narrativa de Ana Teresa Torres.” Latin American Studies Association. XIX International Congress. Washington DC, 28-30 de septiembre 1995.
4) “La voz autoritativa en las novelistas venezolanas contemporáneas”. Ponencia en la Mesa: “La mujer escritora en México y Venezuela. Presencia y Diálogo”. Encuentro Literario de México y Venezuela. IX Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, 25 noviembre-3 diciembre, 1995. Revista Nacional de Cultura. Año LVII. Abril-Junio, 1996. No. 301: 50-57. Caracas. Octubre 1995/Enero 1996. También en A beneficio de inventario.
5) “Literatura y país: reflexiones sobre sus relaciones”. Ponencia en el Simposio Internacional “Literatura venezolana hoy”. Universidad Católica de Eichstatt, Alemania, 31 de enero-3 de febrero, 1996. También en: Simposio Literatura venezolana hoy. Universidad Nacional de Guayana. Ciudad Bolívar, Venezuela. 24-26 abril, 1996. En Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano. Karl Kohut (ed). Americana Eystettensia. Madrid: Iberoamericana, 1999: 55-65.
6) Invitada al Encuentro Interlit 4. Erlangen, Alemania, 2-7 de octubre 1997.
7) Invitada a las lecturas de Interlit 4. Casa de las Culturas del Mundo. Berlín, Alemania, 8-12 de octubre, 1997. (Visita auspiciada por las instituciones mencionadas).
8) “Escribir contra el olvido”. Ponencia en la Mesa: “Historia sagrada y profana; perspectivas femeninas.” Latin American Studies Association. XIX International Congress. Guadalajara, México, Abril 17-19 1997.
9) “Ficciones del despojo”. Ponencia en el XLIV Encuentro de Escritores (Literatura Venezolana). New York University, 6 de mayo 1997. (Visita auspiciada por el Instituto Cervantes, el Centro Rey Juan Carlos I de España de New York University, Fundalibro y Consejo Nacional de la Cultura (Venezuela). Venezuelan Literature & Arts Journal .Vol 3. N° 1, 1997. Hamline University, MN: 165-172.
10) Discutidora de la mesa “Función de la historia en la prosa de escritoras latinoamericanas”. Lasa XXII International Congress. Miami, FL. Marzo 16-18, 2000.
11) Lectura de textos en el Encuentro de escritores venezolanos. Ateneo de La Laguna. Tenerife, Islas Canarias. 22 de Noviembre 2000. Con Wilfredo Machado y Orlando Chirinos. Visita auspiciada por el Consejo Nacional de la Cultura y el Ateneo de La Laguna.
12) “De la Historia a la intimidad. Itinerario personal”. Ponencia en el VI Encuentro de escritores venezolanos. Cátedra Andrés Bello de Venezuela en la Universidad de Salamanca, España. 27 y 28 de Noviembre 2000. Visita auspiciada por el Consejo Nacional de la Cultura y la Universidad de Salamanca.
13) Presentación de La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana por Jorge Volpi. Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 30 de noviembre 2009.

EVENTOS

• Coordinadora del I Ciclo de Conferencias “El país en el espejo de su literatura.” Fundación Herrera Luque. Centro Consolidado, Caracas. 13-17 marzo 1995.
• Coordinadora del II Ciclo de Conferencias “El país en el espejo de su literatura.” Fundación Herrera Luque. Centro Consolidado, Caracas 3-7 junio 1996.
• Delegada del Pen Venezuela en el congreso del Pen Internacional. Tromso (Noruega), septiembre 2004.
• Coordinadora de la I semana de Nueva Narrativa Urbana, con Héctor Torres, organizada por el Pen Venezuela en alianza con la Fundación Chacao. Caracas, Centro Cultural Chacao, 22-26 de mayo 2006.
• Profesora del Taller de Narrativa. Escuela de Letras, Universidad Central de Venezuela. Semestre 02/2006.
• Coordinadora de la II semana de Nueva Narrativa Urbana, con Héctor Torres, organizada por el Pen Venezuela en alianza con la Fundación Chacao. Caracas. Caracas, Centro Cultural Chacao, 23-27 de abril 2007.
• Coordinadora de la III semana de Nueva Narrativa Urbana, con Héctor Torres, organizada por el Pen Venezuela en alianza con la Fundación Chacao. Caracas, Centro Cultural Chacao, 21-25 de abril 2008.
• Coordinadora de la IV semana de Nueva Narrativa Urbana, con Héctor Torres, organizada por el Pen Venezuela en alianza con la Fundación Chacao. Caracas, Centro Cultural Chacao, 20-24 de abril 2009.
• Coordinadora de la V semana de Nueva Narrativa Urbana, con Héctor Torres, organizada por el Pen Venezuela en alianza con la Fundación Chacao. Caracas, Centro Cultural Chacao, 17-21 de mayo 2010.

ENTREVISTAS

• Ortega, Julio (1997). “Ana Teresa Torres y la voz dirimente” en El principio radical de lo nuevo. Postmodernidad, identidad y novela en América Latina. México: Fondo de Cultura Económica: 225-240.
• “La realidad y la ficción en Ana Teresa Torres” en Las plumas del camaleón. Máscaras y testimonios hispanoamericanos. Entrevistas de María Ramírez Ribes. Caracas: Comala.com, 2002. También en Diálogos trasatlánticos. México: Ediciones Jorale, 2004: 107-117.
• Socorro, Milagros. “Preguntarle a Ana Teresa Torres”. Revista Bigott. No. 59, Caracas, Oct-Nov-Dic. 2001: 68.
• Kozak, Gisela. “Ana Teresa Torres. Testimonio ante lo real”. Revista Puntal. Caracas: Publicaciones de la Fundación Polar, 2004. No. 14: 33-35.
• “Cinc réponses a Gustavo Guerrero et Antonio López Ortega”. Traducción de Gersende Caminen. Paris: La Nouvelle Revue Française. Avril 2007. No. 581: 177-186.
• Ana Teresa Torres by Carmen Boullosa (bilingüe). Bomb Magazine. Number 110. Colombia and Venezuela. Winter 2010.

jueves, 15 de julio de 2010

La herencia de la tribu




















Conversatorio a propósito del libro de Ana Teresa Torres


Por Michaelle Ascencio
24 de Febrero, 2010




En un conversatorio que tuvimos Ana Teresa Torres y yo, en la librería Kalathos, el 24 de enero pasado, a propósito de su último libro La Herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la revolución bolivariana, publicado por la Editorial Alfa en noviembre del año 2009, me referí a los siguientes puntos para dar inicio a la discusión del contenido del libro:

1) Ana Teresa piensa, ella sabe pensar. Muchas veces le comento algo y ella me oye detenidamente y me dice: “sí, puede ser”, o “no, no me parece”. A veces es tajante. Si leyeron el libro, ya se habrán dado cuenta de que Ana Teresa no hace concesiones. En tales casos, utiliza una expresión muy suya y muy venezolana a la vez: cuando no está de ninguna manera de acuerdo con lo que uno le dice, agrega simplemente: “no, eso no te lo compro”. Y lo piensa, y te llama después para decirte lo que pensó del asunto. Bueno, este es un libro en el que ella piensa, analiza el pensamiento de los venezolanos. Pensar es difícil y si se piensa acerca de un tema tan complejo como la mitología de un país, no se puede confiar a la memoria. Lo pensado debe pasar al registro de la escritura. Y la escritura supone un segundo tiempo: el que escribe piensa dos veces, o tres o cuatro. Debe trazarse una “estrategia discursiva”, tener un “estilo”. Así, la escritura asienta el pensamiento y permite su transmisión.
Pero Ana Teresa no sólo piensa sino que pone a pensar a los que la rodean. No se conforma con opiniones o pareceres, te obliga a pensar, a argumentar, a indagar. Por eso es tan excelente amiga: te saca lo mejor de ti. El poeta Juan Ramón Jiménez dice en un verso: “Yo quiero de ti, tu mejor tú”.

2) El pensamiento, la función y el resultado de pensar se inscribe en una tradición (histórica, política, poética…). Con este libro, descubrimos que había muchos venezolanos que pensaron en los mitos que nos constituyen como nación. La lectura de La Herencia de la tribu revela entonces que algunos miembros de la tribu pensaron en su herencia mítica. Y son muchos, verdaderamente. Las numerosas citas del libro, no sólo revelan que Ana Teresa leyó casi todo, por no decir todo lo que había que leer, sino que revelan una tradición del pensamiento en Venezuela: pensar sobre cómo pensamos los venezolanos. De muchas cosas nos damos cuenta leyendo el libro. Particularmente, se me hizo claro nuestro afán por comenzar siempre de nuevo, nuestras dificultades para continuar y sostener un quehacer en el tiempo. Lo importante del libro ha sido mostrar esa tradición del pensamiento hasta hoy. Basta recordar algunos de los títulos que se han publicado recientemente y que van en la misma onda: Pensar en Venezuela de José Balza; Venezuela, el país que siempre renace de Gisela Kozak, La sumisión política de Miguel Angel Campos y el pensamiento poético de Yolanda Pantin, la Condesa de Turmero, plasmado en ese libro hermoso y conmovedor que se llama País…


Así que las citas y referencias de La Herencia de la tribu no son sólo para satisfacer el criterio de autoridad, también nos hacen participar en el estudio de la mentalidad de los venezolanos. De ahí esa especie de alivio y de confianza que produce la lectura del libro (aunque sabemos que Ana Teresa no escribió el libro para eso). Vamos bien, nos decimos al leer, estas reflexiones tienen un camino recorrido, pero qué bueno que alguien ordene ese pensamiento, ponga orden en la casa de la tradición y nos la devuelva sistematizada, comentada y ampliada. A nosotros no nos queda más que adentrarnos en el conocimiento que nos devela La Herencia de la tribu.

3) Lo tercero es que vivir comandado o dirigido por un mito (o por varios) es lo peor que nos puede pasar como individuos o como sociedad. A nosotros nos pueden parecer bellos los mitos, el mito del Ave Fénix que renace de sus cenizas nos puede emocionar incluso, pero un país que cada cierto tiempo se vuelve ceniza y tenga que renacer a cada rato con un hombre nuevo también, es patético. Porque el mito, como bien lo señala Ana Teresa es un relato construido para movernos a actuar, el mito debe provocar una acción. Por eso la palabra del mito es de graves consecuencias. El mito de Orfeo y Eurídice es uno de los más bellos relatos que ha producido el mundo griego, pero que un hombre se crea Orfeo y vea en la mujer a una Eurídice que él debe rescatar del infierno, es grave, muy grave. Lo menos que puede encontrarse en la vida es con una zombi o con una vampira, porque un mito lleva a otro mito, y éste a otro, y a otro, como bien lo muestra el libro de Ana Teresa: del mito del héroe pasamos al de la guerra, de ahí al del hijo sacrificado, al padre amado, de ahí a la traición o a la fidelidad, al suelo del cuerpo amado de la patria, y de ahí al mito del subsuelo maldito, al excremento del diablo, et., etc… El mito te atrapa en una red mítica y generalmente no te deja pensar, pero te conmina a actuar.

Antes de enviar este comentario a Prodavinci quisiera agregar un cuarto punto: pienso que La Herencia de la tribu es como un espejo que nos pusieran delante, un espejo que refleja no la apariencia, no lo que ya sabemos de nosotros mismos, sino lo que ignoramos, bien porque no ha sido dicho o porque ha sido mostrado sólo en partes o fragmentariamente. La Herencia de la tribu reúne los pedazos del pensamiento mítico venezolano y nos muestro lo oculto, lo ignorado o desconocido que nos gobierna. Tenemos que confesar que hay ciertas cosas de nosotros que no queremos ver. Eso le pasa a la mayoría de la gente, a la mayoría de los pueblos. Como Ana Teresa es escritora y psicoanalista, ella sabe encontrar el tono y la manera de mostrarnos esas partes de nosotros que rechazamos: la melancolía, nuestros duelos no cumplidos, la perenne frustración de no ser como imaginamos y la creencia en un destino excelso que nos espera, entre otras dolencias. Pero qué gratificante saber que, a pesar de todos los oráculos que oímos continuamente, a pesar de ese heroísmo permanentemente exaltado, a pesar de la machacosa permanencia de un pasado (heroico) que nubla y paraliza el presente, la obra consecuente y tenaz de la civilidad, de los civiles, construyó por encima de todo ese fragor, una república.


Ahora vemos más claro en nuestra historia. El libro habla de patrones, de modelos, de conductas y sentimientos aprendidos. Cuánto apacigua saber que nada ocurre repentinamente y por azar. Los acontecimientos se explican, tienen una historia. Con la lectura de La Herencia de la tribu comprendemos que, del mito de la independencia al mito de la revolución bolivariana, el camino sigue unos trazos establecidos, es una ruta que ya conocíamos. Faltaba que alguien nos la hiciera ver. Faltaba completar los estudios económicos, sociológicos e históricos que explican la situación del país en el presente. Faltaba lo más importante quizás: el estudio del mito que sostiene a este país. Y Ana Teresa nos da las claves. Porque el mito es el lugar donde los sentimientos y las emociones se anclan, sólo cuando el mito se devela deja de serlo y nos adueñamos de nuestra historia. Gracias, Ana Teresa.

miércoles, 14 de julio de 2010

ANA TERESA TORRES Y LA VOZ DIRIMENTE

.Por Julio Ortega

El exilio del tiempo de Ana Teresa Torres (Caracas, 1948), fue publicada en 1990, aunque según explica la autora en una entrevista, es necesario saber que se escribió cinco años antes. Esta novela es una biografía familiar en la cual la narradora, interesantemente, es anónima. Ambos hechos (advertir el lapso entre escritura y publicación, la ausencia del nombre propio en una novela multibiográfica) parecen declarar, por una parte, el afincamiento en el presente de la escritura, que explica la perspectiva crítica y política; por otra parte, el balance histórico de una crónica familiar, donde si algo suelen tener los personajes es un nombre propio. Aquí es la voz del presente la que carece de nombre.


Lo primero que distingue a un personaje de otro es la marca de su diferencia nominal. Pero en esta novela, el hecho de que el personaje central, donde está depositada la articulación de las voces narrativas, esté desprovisto del suyo, no aparece necesariamente como una carencia. Puede ser hasta un signo de plenitud de la voz, puesto que quien está en posesión del cuento, está en posesión de los nombres, del escenario nominativo; esto es, de la memoria tanto familiar como tribal. Además, el hecho de que la personaje no tenga nombre la libera de su propia historia, y le permite la estrategia de contar la historia de los otros como la prehistoria de sí misma. En este espacio en blanco de la voz narrativa, los personajes usan el tiempo no necesariamente como un exilio sino como una presencia incluso abundante. O sea, tienen una gran capacidad de reconstruir sus propias vidas, gracias a que la narración sitúa a esas vidas en el cuento, la crónica, el testimonio, la biografía, y hasta la interpretación política. Con todo, el proceso de este relato biografista canjea, en un momento, la vida de los demás por la voz propia del sujeto. Lo cual hace recordar una observación de Helene Cixous acerca de la voz de la escritora, quien recibiría la suya desde la palabra materna. La palabra materna en esta novela es privilegiada: está hecha de las voces de las varias madres, abuelas, bisabuelas y tías tutelares, que son como fuentes del narrar, y también modelos de contar; favorecen, en fin, el escenario, robusto y fecundo, de la identidad del narrador (acto) o narradora (voz).

En un sentido, esta novela no reconoce problemas con la identidad porque los personajes saben quiénes son; ese es uno de los rasgos configurativos de la identidad de clase, la identidad histórica y la identidad nacional, favorecidas a su modo por su propio discurso. Por lo tanto, el hecho de que la narradora carezca de nombre y favorezca, así, la voz recobrada de las madres, sugiere que cuando asuma su propio cuento deberá dirimir su voz en ese escenario de voces. Dicho de otro modo, cuando asume su identidad (aunque su identidad esté obviamente cargada por la espesura del relato familiar) habrá disputado su propia voz. En ese momento, en la novela aparecen otras voces, que ya no son necesariamente familiares, sino que están vinculadas por otro sistema de parentesco. Se trata de personajes nuevos, como la hija de los antiguos sirvientes. Y en estos relatos los hijos de familia se reconocen como otros. Ocurre un cierto desdoblamiento de la propia voz, que se construye desde su reflejo antagonista. Si al comienzo teníamos las voces que hablaban con todo el tiempo a favor en un relato prolijo, hecho de anécdotas y digresiones; al final tenemos una cierta urgencia del habla y una especie de disputa por ocupar la persona narrativa. En ese momento de la parte final, incluso aparecen unos personajes muy antiguos en el linaje familiar, como el vasco y otros; pero también aparecen personajes muy recientes; y esta especie de interpolación de historias que diversifican el tiempo y el espacio narrativo, ocurre justamente cuando la persona que no tiene nombre está ganando su voz propia. Esa voz se genera en la intermediación de las otras voces, las de la diferencia.

La biografía familiar aparece en esta novela como romance nacional. El romance nacional es el relato en el cual se construye una representación de la ciudadanía, de la formación de la nacionalidad, del drama de la diferencia cultural. Esto es, representa el decurso de la identidad en el imaginario de la comunidad hipotética. Aquí la representación del país es histórica, puesto que requiere explicarse los tiempos coloniales; y es de clase, puesto que se refiere a una clase tradicional dominante y en evolución. De modo que estamos ante un romance familiar (ante un nacer nacional en la épica doméstica) que tiene que ver con la relación e interacción del país, desde su representación en Caracas, con las otras clases, con los inmigrantes, con las transformaciones de la modernidad y con la modernización venezolana; pero también con la historia mundial, porque estos personajes son testigos de varios acontecimientos importantes del devenir contemporáneo. Es sintomático que el romance familiar venezolano, por una vez, no sea regional. Baste recordar que el romance familiar en Teresa de la Parra ocurre como la nostalgia aristocrática (tradicional y antiburguesa) de una arcadia autárquica que se reconstruye como universo señorial, tan perfecto que ha desaparecido. El romance familiar en Gallegos es regional, y dramatiza un conflicto de códigos: de honor, de género, de clase; y se da sobre el escenario de la modernización, que es la incertidumbre de su época. El romance familiar en la novela de Adriano González León, País portátil, es un intrincado recuento del pasado, medido generacionalmente en la biografía laberíntica de las regiones disputadas por la incertidumbre, ahora, de lo nacional, que ha sido usurpado por el Estado; sólo que ya no hay arcadia arcaica sino crónica de violencias y saga de fracasos. Ana Teresa Torres coincide en algunos puntos con la contraépica de González León; su novela también asume el fracaso de los personajes, sobre todo de algunas mujeres que ven frustrada su vocación en la socialización compulsiva. Sin embargo, el romance familiar tiene la peculiaridad de desarrollarse aquí como un cuento acerca de la evolución misma de la nación venezolana. Es decir, el romance familiar viene a ser una metáfora de la modernización cultural, política y social de este país. Es por eso que, interesantemente, se da no como regional sino como una interacción de lo nacional con el exterior, a través de los viajes de la clase tradicional aristocratizante a Francia; a través de la evolución de la burguesía más moderna que se vincula a los patrones y modelos norteamericanos; y a través de los más jóvenes, cuya educación sentimental y literal se hace en una interacción con el mundo exterior. La otra peculiaridad de este romance familiar, emblemático de la nacionalidad procesal, es que varios de los personajes son inmigrantes. Es revelador el caso del vasco, que hace el recuento de su vida venezolana; como el extranjero que conquista pero que luego es conquistado y, al final, vencido.


Al plantear este romance nacional como una biografía familiar, la novela no requiere insistir en la crítica del mundo que representa, un mundo coherente, sistemático y codificado, que es el de la alta burguesía. Más bien, la novela se plantea un problema formal, desde el punto de vista de la representación narrativa: cómo representar legítimamente una clase social que, en la mayor parte de sus prácticas sociales, es ilegítima. Otros autores enfrentados a similar dilema han dado en algunas resoluciones paradójicas y distintas. El ejemplo clásico es el de Balzac, que decidió retratar fielmente a la burguesía francesa para elogiar su dinámica en la construcción de la nacionalidad, y que terminó, irónicamente y sin pretenderlo, cuestionando su integridad. De otro orden es el caso de Proust, porque la formalidad de su mundo aristocrático, en contraste a las burguesías nuevas, está hecha en el exceso de sus saberes y poderes. Más próximo nos es el ejemplo de Alfredo Bryce Echenique. Un mundo para Julius (1971) es una novela marcada por el pensar crítico de los años 60, pero al representar a la clase alta peruana confronta el dilema de la legitimidad social desde la perspectiva del humor; y si ese "mundo" es socialmente impensable, profundamente antidemocrático, gracias a la voz relativizadora del humor es disputado por la ternura, la compasión y el diálogo. Por lo mismo, la representación queda mediada por el lenguaje que la construye y, al final, por la lectura que la sostiene. Así, los primeros lectores de esta novela la leyeron como un responso de la alta burguesía latinoamericana. Casi a la manera en que se leyeron Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo o La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, que liquidaron la revolución mexicana como tema al convertirla en un discurso funerario. Sin embargo, una década más tarde Un mundo para Julius fue leída como una saga nostálgica del tiempo burgués perdido. En el caso de El exilio del tiempo, no ajena al ejemplo de Bryce, hay al comienzo una actitud de distancia crítica frente al mundo representado y, no pocas veces, ese distanciamiento crítico es irónico y opera contrastivamente subrayando situaciones de privilegio, dominación, exotismo y dependencia entre los estilos de vida de la alta burguesía y los de la burguesía emergente. La nueva burguesía es aquella que concibe a Miami como polo de expectativas y que adquiere una compulsión adquisitoria, complacientemente alienada. Frente a esa burguesía que concibe lo bueno como lo que se compra doble, la otra, la más antigua, obviamente se distancia. Se plantea aquí una posición discursiva que es paralela a la de Bryce, la noción que la única aristocracia legítima es de por sí una causa perdida. En Las memorias de Mamá Blanca Teresa de la Parra demuestra, quizá sin proponérselo, que la aristocracia es imposible porque ya no es un programa social, y sólo puede ser un programa arcádico. Pero, en otro sentido, perdida la hacienda todavía le queda el discurso, el valor sin precio de una economía simbólica. En cambio, en la novela de Bryce la nueva burguesía en el poder ya no requiere de discurso: el dinero habla mejor que el lenguaje. Sin duda a la vista de estos ejemplos, Ana Teresa Torres trabaja sobre el dilema de la legitimidad narrativa, ya que sus personajes deben ser específicos y a la vez figuraciones de cada época postulada como un marco de referencia histórico. Por eso, aun cuando algunos personajes puedan resultarnos injustos o dominantes, y aun cuando la novela los condene desde un punto de vista crítico-ilustrado, aparecen creíbles y veraces; y, no pocos de ellos, hasta empáticos y humanizados. Por cierto, otros personajes ganan la dimensión de su propio discurso, como es el caso de Marisol que pretende hacerse guerrillera, aunque uno sospecha que está buscando entrar en una novela de Adriano González León sobre la guerrilla urbana. Pero el personaje de más arraigo es el vasco, cuya historia es realmente conmovedora; primero su carta y luego su monólogo desde la muerte lo hacen extraordinario. Es un personaje de la fundación, del habla de los orígenes, una especie de anti-Pedro Páramo.


Dentro de esta lógica narrativa del romance, aparte de la legitimación narrativa de una clase perdida como causa social, El exilio del tiempo no rehuye explorar el melodrama. En varios momentos el romance familiar es comparado con los grandes melodramas de la opera. En la página 38 leemos: "se casaron pero todo se convirtió en tragedia, como en las óperas." La opera es un sistema de referencia que está, diríamos, dignificando el gasto melodramático del romance nacional. En la página 69, se habla de las películas mexicanas, ("plagadas... de encrucijadas más reales que la vida misma"), sugiriéndose que el melodrama construye la memoria, quizá la identidad. En esta novela, por otra parte, este romance familiar pasa por un análisis bastante agudo y rico de lo que se podría llamar la socialización de la mujer. Esa práctica asigna a la mujer el valor de articulación social, dado que su papel en el intercambio regula simbólicamente cualquier saga familiar. Pero en esta novela casi todos los personajes femeninos se construyen en el relato a partir de su conflictividad social; primero asumen y luego cuestionan, e incluso rompen, los códigos de socialización de lo femenino. La sociedad aparece como una máquina de convertir a la mujer en perpetuadora del orden. Es evidente en la página 71, cuando León habla de su infancia, y enumera una serie de pautas, conductas y valores que tienen que ver con la reconstrucción social de la mujer. Por eso, la abuela dice: "si fuera joven sin duda estudiaría algo o hubiera realizado mi vocación artística"; este es un tema que reaparece, porque justamente el fracaso se presenta como un canje según el cual la realización social de la mujer se cumple a cambio de sí misma. No es casual, entonces, que el matrimonio asegure el contrato social, como el intercambio de las hijas para la perpetuación del orden. Ese intercambio sostiene el poder patriarcal; aunque evidentemente el relato de las madres indica que hay una dimensión matrilineal trabajando su propia historia de los hechos. A veces, el relato de las madres parece sólo la voz de la casa y de la cotidianidad domestica; o sea, el marco desde el cual se construye el sistema patriarcal. Esa es la otra ambigüedad dentro de la complejidad del relato de vida, el cual no permite ver las cosas en blanco o negro, porque el entramado de las historias personales en las historias familiares es un mapa ideológico, histórico y político; lo que demuestra que la vida cotidiana no es esquemática sino conflictiva.

Solamente desde la ideología de la modernidad, desde el relato totalizador del progreso y la racionalidad, podríamos pensar que todas las sociedades son imperfectas frente a la sociedad ideal racional. Esa interpretación optimista convierte a las sociedades tradicionales en ilegítimas, y vacía el contenido del presente a nombre del futuro. A esas versiones responde la memoria como fuente de la identidad y la diferencia en esta novela de novelas. Quizá también todos estos gestos de refutación sugieren una rebelión contra el padre; en la página 117, Mercedes enuncia una letanía sobre el odio: "Odio cómo toda mi vida se ha visto envuelta en problemas que no entiendo", etc., que termina en una frase formidable: "Odio ser yo también un perfecto gesto inacabado". Es revelador como conclusión, porque es un relato de vida que está saturando el discurso con los hechos; pero como ocurre varias veces, lo hace desde la perspectiva del fracaso, del incumplimiento. Un gesto importante sobre la memoria es el del vasco fundador cuando afirma, al final, que la memoria es un principio de deseo."Toda memoria es un deseo" (253), dice, y sugiere también unas memorias del porvenir. En el sentido de que la perspectiva de una narración que ve el tiempo como vivido, puede ver un fragmento de ese tiempo no solamente como pasado sino como anticipación del propio relato que lo va a contar. La novela se beneficia del discurso de la memoria, que es circular, acumulativo y digresivo; pero también es un discurrir formalizado por la presencia o copresencia de distintos narradores que ocupan el teatro de la memoria. Teatro del pasado, este es un libro hecho para recordar cíclicamente, incluso anticipadamente, como es patente en el recuento de vida que sigue a la muerte del vasco. Recordar puede ser desear, esto es, cambiar el sentido de las cosas, reinterpretar y reescribir. El testimonio parece ocurrir como un recuento que se da en el escenario de la memoria por primera vez; pero se da, más bien, en una segunda instancia escénica, como si los personajes hubiesen ya leído todo lo que estaba contándose. Los hechos, en verdad, ocurren en una reescritura de la memoria pluralizada, más abierta que puntual. Porque si una memoria se refleja en otra y si un testimonio se construye frente a otro, tenemos un juego de espejos desenterrados, una representación de la memoria como teatro de voces, donde se equivalen este des-romance familiar y esta contra-historia nacional.

En este debate formal está latente el dilema de las identidades, que es por definición plural y heteróclito. La memoria es una fuente de la identidad, en tanto principio del autorreconocimiento; y la identidad se construye por semejanza: algo es idéntico o parecido a uno; pero también por diferencia: la parte del otro nos distingue como diferentes. En esta novela la presencia del otro está entramada en la construcción de la identidad, al punto que es la diferencia la fuerza que libera a los sujetos. Por eso aquí la identidad que se cuestiona es la de lo semejante; varias veces la novela dice: "esto es lo mismo"; hasta los muebles nos ratifican, porque estamos hechos para perpetuar los mismos gestos, para repetir las mismas cosas. Así, la crítica no es necesariamente, como en los años 60, del contenido ideológico que deslegitimiza a la clase, sino del contenido de identidad homogénea, que sustrae la individualidad de los personajes. Paradójicamente, podemos tener una identidad nacional, cultural o social muy robustas, pero no tenemos identidades individuales saludables y libres; porque las identidades individuales terminan frustradas por los mecanismos que aseguran la identidad de lo mismo contra la identidad de lo diferente.

Se plantea, por ello, una problemática que tiene que ver ya con las prácticas críticas de la literatura postmoderna, donde reaparece la noción de sujeto, y es la del lugar del discurso, allí donde recomienza a desatarse la historia de lo representado como natural para suscitar el relato alterno de la subjetividad entrecruzada de viejas cóleras y nuevos deseos. En la práctica y en el discurso postmodernos, con los movimientos feminista, municipal y ecologista, con las asociaciones de base y las reconstrucciones de la sociedad civil, reaparece la noción del sujeto y, en consecuencia, la recuperación del debate de la identidad. A ese momento del debate emancipatorio del género, del desbase del código, y de la pregunta por la posición del yo en el discurso, pertenece esta novela, que ha debido recorrer toda la historia nacional para recuperar la voz de su instante como un tiempo, aunque siempre exiliado, esta vez afincado.

La identidad de la diferencia, de lo heterogéneo frente a lo homogéneo, contradice, por tanto, el orden construido por las identidades de clase, de nación, de historia, que resultan convenciones canónicas. Al final, el romance nacional aparece contradicho, confrontado y subvertido por la identidad posible de las mujeres frente a estas identidades homogenizantes. No obstante, hay que decir que el personaje que podría ser el héroe de la identidad como diferencia, que es Marisol, la guerrilleara, irónicamente aparece como un personaje codificado por su propio discurso de época. En la página 217, dice: "me acuerdo que un día le dije cuando sea grande quiero ser artista como usted;" y le replican: "pero tú estás loca, chiquita, cuando te gradúes ya nadie se acuerda de que tu papá es conserje." Lo que equivale a decirle: la sociedad es quien te da identidad, nunca podrás ser libre, siempre serás parte del simulacro. Pero hay otro momento, en la página 222, donde ella dice: "De pronto me parece, Oswaldo, que no somos más que productos de una violencia, de una ejecución impensada que cae sobre nosotros, articulándonos en las más diversas posiciones y dejándonos en historias que vamos haciendo nuestras a fuerza de vivirlas." Lo que supone una conclusión melancólica: la noción de que el sujeto no está hecho para la personalización sino que está condenado a repetir la violencia de lo mismo. No obstante, si el relato puede hacerse, en efecto, nuestro, el camino se abre como una fuerza contraria. A ese cruce de caminos nos lleva Ana Teresa Torres con esta entrañable y lúcida novela, capaz de convertir a la historia nacional en la forma que sostiene la opción de una ruta distinta.


Conversación con la autora


Julio Ortega: Para empezar, Ana Teresa, quiero preguntarte por las circunstancias en que escribiste la novela. ¿Cómo se te planteó el libro, y qué problemas y soluciones encontraste en ese proceso?

Ana Teresa Torres: El exilio del tiempo es un libro que yo escribí entre el 84 y el 85, y la base de donde yo partí era, como me imagino que parten la mayor parte de las novelas, de fragmentos, de episodios, de situaciones, escenas, relatos, que en ese momento no estaban organizados; yo no tenía un plan exactamente de cómo era la novela, creo que en ese momento yo no tenía ningún plan, para decir la verdad. Creo que el plan de la novela, o la idea de estructurarla y organizarla, fue algo que surgió desde los propios fragmentos; fue como intentar que los fragmentos produjeran una unidad, que no sé si realmente tienen totalmente. Creo que en novelas posteriores yo me planteé la idea de un plan previo, pero no en esa novela, que es la primera que yo escribí; yo había escrito algunos cuentos, no muchos y sobre todo episodios. Ahora, en tus comentarios tocaste mucho el tema de la identidad en la novela, y yo me estaba preguntando cuál era mi estado de ánimo, cuál era mi idea entonces; bueno, yo creo que en ese momento yo estaba muy impactada por la Venezuela de los años 70, porque hubo un cambio muy impor­tante de la sociedad venezolana después de los años 60, que creo que se formó en los 70 y que se ha venido continuando hasta hoy. Esos cambios se habían producido dentro de la sociedad en todos los niveles, y por eso surge la idea de la identidad, la idea de evocar la memoria, como tu dijiste, para construir la identidad; la memoria, en el sentido de reconstruirme yo misma, es decir, quiénes somos, dónde estamos. Y, en cierta forma, mi personaje es un poco la etiqueta de los años 70, en el modelo de sociedad que se ofreció; lo que pasa es que económicamente el modelo fracasó y ahora estamos en lo que estamos, pero ese era el modelo propuesto. Generacionalmente yo pertenezco a los sesenta, y estaba muy impactada por el fracaso de todo lo que significa la utopía de los sesenta y en qué nos habíamos convertido, en una cosa completamente desvanecida desde el punto de vista de esos ideales; eso era para mi lo más importante.

J.O.: O sea, que la novela nace más bien de una necesidad de esclarecimiento. ¿Y cómo se va imponiendo el placer del cuento en esa armazón crítica de revisiones?

A.T.T.: Bueno, porque hay un placer del relato, a mí me gusta relatar; hay escritores que no les gusta relatar, que no les gusta la anécdota, a mi me gusta la anécdota y yo disfruto, en la lectura de una novela, mucho de la anécdota. Entonces, hay un placer en cada una de esas historias, porque la novela yo diría que es hiperanecdótica. Hoy día me parece que está excesivamente saturada de anécdotas. Bueno, yo siento un placer en hacerlo, el placer de relatarlo y, además, la estructura un poco va en ese sentido, porque las anécdotas se las relatan unos a otros. Hay generalmente alguien que le cuenta el cuento a otro.

J.O.: Y cuando escribías estos fragmentos, ¿se fueron armando en este contar dentro del cuento, o fuiste organizando un plan sistemático de unos personajes primero y otros después?

A.T.T: Busqué un cierto orden histórico, cronológico, que me diera un poco de estructura. Es un ordenamiento que no está respetado siempre aunque sí lo está internamente; lo hice cronológico en la historia, pero no lo es narrativamente. Después lo intercalé un poco siguiendo una cierta forma asociativa, una sensación de que el cuento rodaba de esa manera.

J.O.: Fluye muy bien el cuento, se lee muy bien, las secuencias van armándose con vivacidad.

A.T.T.: Pero lo que guiaba al relato era el orden cronológico. La secuencia histórica que empieza en los sesenta con la lucha armada, luego los setenta, que son la época perezjimenista, a la que yo le di bastante importancia; y hay muchos saltos, aunque el siglo XIX no lo toqué demasiado.

J.O.: ¿Tenías también el propósito de hacer una novela cuyo centro estuviera ocupado por la experiencia femenina venezolana? ¿Había una intención crítica o fue apareciendo el tema con los personajes?

A.T.T.: Yo creo que fue apareciendo. Tú hablaste del asunto de la voz y de la escritura; pienso ahora, que aparecían porque me parece que parten de mi experiencia, que la voz de la mujer no tiene nunca espacio; o quizás, en las mujeres de esas generaciones no tenía un espacio, y es una voz siempre oculta, una voz que está siempre debajo. Yo le di un papel más relevante, porque ellas son las que cuentan, los hombres no lo hacen, vienen en las cartas o en los diarios; pero esta voz es más protagónica porque está hablando.

J.O.: ¿Y cómo se fue armando el personaje central, la joven, la narradora que va articulando el relato?

A.T.T.: Yo la vería como un testigo. Por eso es que el personaje central no tiene nombre, pero tampoco tiene un argumento; o sea, su vida no es relatada, quizás hay algunas anécdotas que parcialmente la tocan, pero la idea que yo tenía era la de un testigo, de alguien que puede ver y, de alguna forma, juzgar o presentar; pero que trata de mostrarle a otro lo que está pasando, no su propia vida, sino un espejo de cosas que registra desde su óptica.

J.O.: ¿Qué dificultades te presentó el relato? ¿Fue más complicado de manejar por su misma fluidez?

A.T.T.: No, lo más difícil de manejar era lo que yo llamo armar el rompecabezas. Yo creo que eso es lo más difícil dentro de una novela, de cualquier novela, porque de pronto hay episodios de los que puedes estar más o menos convencido, pero el problema de una novela no es un episodio; es decir, la novela no se puede basar en dos o tres cosas que estén bien; es un edificio, y todo el edificio tiene que sostenerse. Por eso, lo más difícil es cuando empiezas a armar las piezas que sobran, piezas que no pegan, piezas que se repiten, que son incongruentes.

J.O.: Y al mismo tiempo, la novela es un árbol genealógico, otro principio de orden.

A.T.T.: Yo lo hice así creo que para no perderme dentro de los cuentos y de las épocas; para recordar quién estaba casada con quién. Es decir, yo armé la novela a partir de los personajes, aunque todo era modificable porque, al fin y al cabo, es una narración. Me tomó alrededor de dos años escribirla. Este modelo genealógico, por lo demás, venía de mi propia observación, de mi familia y de familias de otras personas; un poco, como creo que uno toma los personajes, o yo los tomo así. O sea que son aspectos de distintos personajes que se condensan y producen uno.

J.O.: Quiere decir que los personajes de esta novela tienen antecedentes en la realidad, son posibles. ¿Hay alguno que sea sólo imaginario?

A.T.T.: Fíjate, yo creo que no hay nunca un personaje que sea totalmente imaginario; no creo que haya un personaje sólo imaginario, o sea, que el ser humano no puede imaginar algo desde cero, no es posible psíquicamente. Pero, digamos, puede ser más o menos imaginario. ¿Quién sería totalmente imaginario? ; el más imaginario debe ser el muerto, indudablemente, el personaje que habla muerto.
También está el Sr. Laing, que no tiene un referente para mí, ni tampoco tiene una explicación, me parece ahora que es como el sin sentido. Aunque de pronto remite a un psiquiatra muy famoso, de ese nombre, quien no tiene nada que ver con la novela.

J.O.: También se puede decir que es un personaje que la novela crea para terminar. Lo más difícil de terminar una novela llena de historias familiares (es casi un siglo) debe ser, imagino, terminarla imparcialmente. Pero, ahora que mencionas la psiquiatría, no podemos olvidar tu profesión de psiquiatra; ¿dirías que las historias de vida en la novela tienen alguna relación con la práctica analítica de los relatos de vida?


A.T.T.: Sí, bueno, sí tiene importancia, yo creo; en el sentido de que yo tenía, sobre todo en ese momento, que era un momento en que yo trabajaba muy intensamente en la práctica, tenía, digamos, como modelo de mi trabajo el escuchar el relato de otro; y escuchar el relato de otro para darle un sentido a ese relato y para integrarlo dentro de otra cosa, digamos, dentro de un esquema de comprensión. Entonces, creo que ese modelo yo lo tenía por una experiencia de trabajo, una experiencia de formación.

J.O.: Una frase que citas en la página 154: "Chivo que se devuelve se esnuca." ¿Se "esnuca" ocurre por desnuca?

A.T.T.: Sí. Pierde la cabeza. Por eso, una vez tomada la decisión hay que seguir adelante.

J.O.: Pero Marisol, que es la que más adelante quiere seguir, me pareció también el personaje más literario.

A.T.T.: Ese es un personaje muy ficcional, pero era una suposición de que ella ideológicamente debía entrar en lo que fue, digamos, la lucha de los sesenta; y debía entrar en una posición de izquierda que ella misma, después, va de una forma perdiendo.

J.O.: Evidentemente aceptarías el calificativo de novela política para El exilio del tiempo.

A.T.T.: Sí, sí lo aceptaría. No es una historia fabulada. Creo que tengo un concepto muy claro de eso, porque tuve una gran amistad personal con Francisco Herrera Luque, y tuvimos la oportunidad de conversarlo; la historia fabulada sería, por ejemplo, si yo tomo a Juan Vicente Gómez y fabulo lo que es la vida de Juan Vicente Gómez, es decir, deformo la historia al incluir elementos de una ficción que yo supongo le va a dar más realidad que la que pudiera darle un texto historiográfico; pero yo no pongo los personajes históricos, está la dictadura de Gómez como un hecho historiográfico. En el caso de mi novela, la dictadura de Pérez Jiménez es un hecho histórico, pero yo no invento al personaje de Pérez Jiménez, yo no le doy nada a fabular a Marcos Pérez Jiménez, sino que consigno los efectos que tuvo la dictadura en un personaje de ficción. Entonces, en ese sentido la historia no está tocada, la historia está, digamos, atrás, atrás de la ficción ocurriendo. Por cierto, me pasó una cosa muy graciosa; un lector de la novela me dijo: "Usted metió allí a mi abuela;" yo me quedé paralizada, le dije: "¿a quién?; y me dijo: "Flor de María Gómez, porque yo soy nieta de Flor de María Gómez". Estaba encantada.

J.O.: Me da la impresión de que la novela postula que la única libertad posible de la mujer es la cultura, porque es la única fuerza que es más poderosa que la mecánica social, ya que la socialización convierte a las mujeres en seres que perpetúan el sistema que las esclaviza. Pero ¿quiénes son las mujeres que rompen el sistema? Una que quiere ser pintora, otra que quiere dedicarse al teatro y la que, al final, va a escribir una novela. Son tres gestos de mujeres artistas. Todas han fracasado, menos la última, que finalmente escribe su primera frase; yo creo que es formidable esta idea de que la novela termine con la primera frase de una próxima novela que no está aquí; o sea, que esta novela, de la cual ella ha sido testigo, le ha construido su identidad para liberarla y, al final, esta frase es la prueba de que va a tener una vida propia. ¿Estás de acuerdo?

A.T.T.: Sí, sí, muchísimo. Quiero decirte que un autor que a mí me gustó mucho, que disfruté enormemente, cuya novela yo tenía en un sentido de modelo, es Alfredo Bryce Echenique y Un mundo para Julius que era muy cercana a nosotros. No estoy segura de que la aristocracia peruana sea similar a la burguesía venezolana, creo que tampoco son parecidas; pero indudablemente en esa novela se descubre que son mundos muy próximos.




En: "El principio radical de lo nuevo". Postmodernidad, identidad y novela en América Latina. México: FCE, 1997.


martes, 13 de julio de 2010

"El pasado tiene su lugar"

"El pasado tiene su lugar"



Ana Teresa Torres (Caracas, 1945) es narradora y ensayista. También es Miembro de Número de la Academia de la Lengua. Ha publicado, entre otras, las novelas Doña Inés contra el olvido (1992), Malena de cinco mundos (2000), Los últimos espectadores del acorazado Potemkin (1999) y El corazón del otro (2004). En esta edición se ofrece a los lectores una conversación con la autora a propósito de su reciente título La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana

DIAJANIDA HERNÁNDEZ G. Y VIRGINIA RIQUELME


¿Cómo fue el proceso de escritura e investigación para llegar a La herencia de la tribu ?

El proceso comenzó hace diez años, cuando se produjo en Venezuela una situación que considero inédita, que cambió las reglas del juego político que estaban funcionando y se produjo un fenómeno que ha sido trascendental para todos los venezolanos; un fenómeno que produjo un gran impacto social, político, histórico en Venezuela. Entonces me vi llevada a observar ese fenómeno.
Cuando digo observar me refiero a leer artículos, pero básicamente digo que el libro es el producto de diez años de televidente, de observar en televisión cómo se ha ido desarrollando el discurso político, porque no me meto dentro de lo que sería el análisis de las políticas del gobierno sino exclusivamente en el discurso político. Por otra parte comencé a escribir sobre el tema en 1999 y 2000 en una columna que tenía con cierta frecuencia en un diario y también escribía para jornadas y seminarios sobre el tema; claro, la idea de articularlo como un libro sí vino mucho después, quizás en 2008. Todo esto me llevo a revisar los temas de los mitos fundacionales venezolanos y a buscar bibliografía sobre ese punto, que resultó bastante fácil porque en los últimos años se ha escrito mucho sobre Bolívar y la Independencia. Luego vino una segunda parte que no estaba en mis propósitos originalmente pero que me pareció que estaba relacionada: el tema de los proyectos de modernización que ocurren en Venezuela en los años treinta y cuarenta que están vinculados con la expansión petrolera y los años de la democracia representativa; allí utilicé de nuevo el mismo proceso de buscar bibliografía sobre el particular y organizarla vinculada con el discurso político que es lo que me interesa. La última parte son básicamente discursos --alocuciones presidenciales en su gran mayoría-- donde trato de demostrar que ese discurso político está construido con unas ciertas claves, pero que está permanentemente referenciado por los discursos anteriores que tienen que ver con los mitos fundacionales. Es decir, que ese discurso de la Revolución Bolivariana crea una ficción política, pero que no es una ficción política que surge de la nada. Me parece muy importante resaltar este punto porque a veces dentro de la cantidad de información y de eventos que han ocurrido en estos años pareciera que fue algo que surgió de no se sabe dónde; pues no, esto está íntimamente relacionado con el pensamiento y el imaginario venezolano y con los mitos de la fundación de la nación. Esto es lo que trato de demostrar con la bibliografía: mostrando los textos y las situaciones sobre el estudio del pasado con el presente. Esa es la historia del libro y de los insumos, que son dos: la bibliografía y mi propia interpretación de los discursos políticos actuales.

¿Cree que esta etapa que comenzamos a vivir desde 1999 ha estimulado la revisión de la memoria histórica y heroica que están instaladas en el colectivo venezolano?

Sí, claro. Por eso comentaba que en los últimos años ha surgido una bibliografía bastante extensa sobre el particular. Pero, efectivamente, hay muchos estudios y publicaciones, básicamente por el lado de los historiadores. En mi bibliografía recojo fuentes historiográficas, pero no únicamente, porque creo que el fenómeno no es solamente historiográfico, creo que están las fuentes de la antropología social, que ha sido mucho menos tomadas en cuenta, de la psicología social y referentes generales de la cultura que se pueden ver en las artes plásticas o en la literatura. Pero, ciertamente, se ha publicado bastante sobre este tema, un tema que estaba de cierta forma dormido, es decir, no era un tema necesario (yo diría afortunadamente) porque durante el sistema democrático el imaginario tenía otros referentes y esto estaba subterráneo, no había la necesidad de estar revisando algo que estaba en el imaginario venezolano, que no estaba en la superficie, que no tenía una manifestación política interesante. El fenómeno es que eso que estaba subterráneo no solamente aflora sino que aflora en forma de propuesta política. Eso es lo que considero inédito. Todos esos mitos que están ahí, dando vueltas en el trasfondo de la sensibilidad venezolana, de pronto quedan afuera, se transforman en una propuesta política y esa propuesta hace contacto con mucha gente y hace mucho contacto precisamente porque estaba adentro, porque tiene que ver con la gente. La intensidad de la propuesta está vinculada a que está dentro de la historia y sobre todo dentro de la sensibilidad más o menos consciente de los venezolanos.

En el libro se plantea que la memoria del venezolano es esencialmente heroica y no civil. ¿Cree que ese proceso de revisitar el pasado y rescatar nuestra memoria civil nos ayudaría como colectivo?

No lo sé. No podría contestar, pero esperaría que sí. Creo que sería interesante que la sociedad venezolana pudiera darse cuenta de que esa mitología no la ha inventado el presidente Hugo Chávez, no son su producto, él lo ha tomado de la sensibilidad venezolana, estaba allí; de forma tal que todos esos mitos fundacionales y lo que se desprende de ellos estaba antes, está ahora y estará después. Lo que quiero decir con esto es que la sociedad venezolana debería aprender la lección de que hacer propuestas políticas con unos mitos fundacionales que tienen dos siglos es un problema y que es necesario revisar nuestros discursos públicos y nuestros valores y construir una memoria civil, que existe. Es decir, existen los elementos, lo que no está es construida como relato. Hay una gesta civil y una gestación civil del país, pero eso siempre ha estado en un segundo nivel.

Es interesante la postura del libro donde se contrapone el mito con la utopía del futuro, en la medida en que propone que si bien podemos tener un mito fundacional no quedamos excluidos de un futuro probable y no necesariamente utópico. ¿Cree que si se tomara en cuenta el discurso civil, la mirada hacia el futuro dejaría de ser utópica?

Por lo menos se rebajaría el tono utópico. La cuestión utópica está vinculada con el mito del pasado porque viene de la misma raíz. Toda la Independencia de Venezuela se empieza a construir con una visión utópica de producir la independencia de toda América, lo que llaman el sueño del Libertador. Ese sueño fracasa, fracasa porque era una utopía, precisamente, y parte del mito es cargar con ese fracaso y cargar con un héroe fracasado que es un problema muy grave, porque es una tarea que no se cumplió y como no se cumplió permanece, entonces resulta que nosotros tenemos que seguir haciendo esa empresa continental.

Todo esto te aparta del presente inmediato y del futuro a mediano plazo, del futuro realizable; frente a esas metas inmensas y extraordinarias e históricas la construcción a mediano plazo, lo que se llama en otros países la previsión (cómo prever los problemas que va a tener la sociedad, cómo buscar las soluciones no después de que ocurre el problema sino 10 o 15 años antes de que ocurra) es muy difícil en Venezuela y no ahora, siempre lo ha sido: una visión donde siempre va a haber un proyecto, todo va a ser fantástico, ¿y mañana? Siempre pensamos cosas muy grandes y eso ha producido mucha impotencia en el venezolano que en el fondo se siente muy desvalorizado cuando compara sus realizaciones con otros países y se siente en desventaja, vemos que hemos sobrevivido porque tenemos una enorme fuente de riqueza que ha permitido tapar huecos una y otra vez. Pero el punto importante es la sensación de frustración del venezolano al ver que las metas comunes de la sociedad no se logran, que van cambiando, que siempre se va a volver a empezar, que nunca es un puente sino un elevado. Para que esto no fuera así tendrías que hacer una revisión de la mirada de la sociedad hacia la construcción no de utopías sino de las necesidades de una sociedad determinada. Creo que esa es una tarea pendiente.

¿Un estado ideal sería incorporar el pasado mas no revivirlo?

Claro, el pasado tiene su lugar. Todos las naciones tienen mitos de fundación, pero hay que darles su sitio y su sitio es hace 200 años.
Una de las ideas más absurdas, que no es, repito, del presidente Chávez, sino que ha estado constantemente en el discurso es que el pensamiento de Bolívar pronostica el futuro. ¿Cómo puede funcionar el pensamiento de alguien de hace 200 años con las transformaciones de hoy? Se le dio una condición oracular: en su pensamiento estaba todo el destino de América y, desde luego, de Venezuela.
Eso no es darle su lugar, su lugar está en lo que se creó y se gestó en el pasado, que fue el nacimiento de una república y no sólo de una república sino de las repúblicas americanas y de la ruptura del orden monárquico occidental; eso no se puede tocar, pero de allí a que yo vaya al siglo XXII pensando que ahí voy a encontrar las claves de lo que le ocurre a la sociedad es una cuestión meramente religiosa y ese sería otro tema interesante para revisar.

Del libro se extraen varias conclusiones. Por ejemplo, ese sino trágico y contradictorio que tiene el venezolano: se libertaron varios países de América a cambio de la destrucción del país; y cargamos una memoria heroica mas no civil. Uno se pregunta si en el fondo el venezolano es un ser profundamente nostálgico y no lo asumimos.

Es que se produce una nostalgia si te están diciendo, generación tras generación, que lo más importante de tu historia como país está en el pasado; te están obligando a la mirada nostálgica, no porque tú como persona seas nostálgica ni porque la sociedad sea nostálgica. Creo que allí tienen un gran papel los textos escolares, porque estas son cosas que empiezan en primer grado y ahí te van sembrando una idea. Si te están diciendo que lo más importante que ha pasado en tu país ocurrió en 1810, te obligan a la nostalgia. Y no sólo a la nostalgia, sino a cierta forma de fracaso porque como no puedes volver a 1810 todo lo que vayas a hacer en adelante empieza a ser irrelevante en comparación con 1810. Ahí hay un problema que ahora podemos ver con claridad, estoy segura que cuando esto comenzó se pensó que era muy importante en ese momento para la articulación de la sociedad venezolana, que era muy fragmentaria, no creo que se pudo pensar que el efecto terminaría siendo el que ha sido. Ahora sí sería una responsabilidad importante tratar de pensar que no necesitamos un nuevo Mesías ni necesitamos tomar la palabra de Bolívar, ahora sí tendríamos razones para decir esto no ha sido tan positivo.
Por otro lado, se me olvidó antes mencionar que parte de esos mitos fundacionales que nos diferencian de otros países de América Latina es el mesianismo militar. En Venezuela, a fin de cuentas, en toda su historia republicana podemos hablar de unos cincuenta años civiles, lo demás es historia militar y esa es una diferencia con otros país de América Latina, porque el ejército venezolano es descendiente del ejército del Libertador, forjador de libertades. No es el ejército represor o temido de otros países, no, es un ejército que hereda las glorias del Libertador, ¿Qué hace eso? Hace que muchas personas tengan nostalgia de algo que no ha ocurrido, que un militar puede ser más oportuno para gobernar porque es más honesto, porque es más ordenado; tiene una serie de atributos que no tienen nada que ver con la realidad, pero que están, independientemente de que la persona pueda tener una orientación a la derecha o a la izquierda, es como una sensación de que los militares resuelven las cosas. Pienso que esta experiencia puede ser útil para medir que no siempre los militares pueden resolver las cosas y que los civiles, por el contrario, tienen mucho que aportar en todas las áreas.

Con la lectura se nos ocurría pensar que otra de las tareas que tenemos pendientes es vernos en los testimonios de los protagonistas de esa historia, en lugar del relato que se ha cimentado desde el poder, para construir un relato distinto al "oficial".

Claro, porque finalmente la historia siempre es un relato. Toda historia es un relato. Es una versión que se escribe sobre unos hechos y quien la escribe pudo ser testigo o no. Es una versión y dentro de esa versión, por supuesto, las orientaciones políticas juegan un papel. Pero me parece interesante esa idea que plantean que sería contrastar, en la medida que es posible, los relatos civiles que tenemos que ofrecer. Creo que además es muy fácil porque hay un gran vacío. Es decir, fácil en el sentido de que no hay mucho temor de repetirse, hay un gran vacío de información para el ciudadano común de algunas personas o agrupaciones que han desarrollado obras importantísimas a lo largo de la historia de Venezuela; empezando por la Independencia que es en principio una gestación civil. Yo estoy ahorita, por ejemplo, escribiendo una biografía sobre Lía Imber de Coronil y al construir la historia sobre ella --es la primera médica venezolana y trabajó en la línea de la pediatría social-- voy encontrándome con las figuras de médicos y de personas que trabajaron para crear toda la estructura sanitaria del país, eso es importantísimo, independientemente de que algunas instituciones fracasaran o no, hay que ver el esfuerzo enorme de cantidades de personas que construyeron la infraestructura de salud y así lo habrá en todas las área.


En: Papel Literario, El Nacional. Caracas, 13 de febrero 2010.

miércoles, 5 de mayo de 2010

La memoria móvil: entre el odio y la nostalgia

Se escribe, inevitablemente, desde la memoria. Aun en las novelas cuya temática transcurre en tiempo presente, y en aquellas que transitan un terreno exclusivamente fantástico, desde una consideración radical parece imposible pensar, y por lo tanto, escribir, fuera del orden de la subjetividad que nos constituye y que, en parte, surge de nuestro pasado. Tal subjetividad no es pétrea y estática, por el contrario, se construye permanentemente; tampoco es monolítica y unívoca, pues habla a partir de un diálogo de identidades interiorizadas, de modo que el sujeto, una vez enfrentado a la escritura, parte de lo acopiado y desechado, de lo recuperado y olvidado, de lo conservado y transmutado. Mas una red tan extensa e intrincada no puede expresarse sino a través de parcialidades; desde la convocatoria de una particular mirada. Es a partir de ese punto de vista personal de donde se desarrollan estas reflexiones.
La memoria de los novelistas se asemeja a un archivo cuyos documentos estuviesen en constante reedición. Su materia no se conserva intacta y cuando volvemos a ella, es otra. Nosotros mismos la hemos alterado. En una suerte de diario que acompañó a la escritura de mi primera novela “El exilio del tiempo” (1990) anoté una frase que en aquel momento me resultaba enigmática, o al menos, no tenía el peso que después le adjudiqué: “No existe el pasado, sólo una escritura en verbos de tiempo pretérito”. Quería decir yo entonces –pienso hoy- que la experiencia de escribir una novela me había convencido de que el pasado es un artefacto literario cuya naturaleza es tan movediza como la experiencia presente.
Si bien parto de la proposición general de que el pasado gravita en el escritor, se impone una distinción entre tiempo pasado, como lo ocurrido antes, y tiempo histórico, como aquello seleccionado de ese tiempo pasado a fin de edificar la memoria colectiva nacional. Algunos opositores radicales de la novela histórica consideran que su composición estriba en recuperar ciertas anécdotas o la biografía de algún personaje, para luego reescribir el material documental y componerlo dentro de un relato. En esa concepción, por supuesto, el género queda desestimado y la tarea se limita a un ejercicio de seguridades. Por el contrario, en mi experiencia personal, pienso que cuando el novelista escoge el tiempo histórico como escenario, entra en un campo de indefiniciones e interrogantes. ¿Vuelve atrás para ratificar lo sucedido? ¿Para imaginar la historia que desea o para darla por olvidada? ¿Para ocultar la distopía o presentir una utopía? ¿Por qué se detiene aquí y no allá? ¿Quiénes hablan y quiénes callan en ese relato? ¿Desde cuáles referentes? ¿En qué codigos?
Si la escritura se asienta en la repetición que refrenda el discurso histórico –oficial o no-, resulta cuando menos innecesaria, o en todo caso, adquirirá un valor didáctico que consistirá en ofrecer al lector, de modo más ameno, una versión digerida de la investigación historiográfica. En mi opinión, la única legitimación literaria que asiste al novelista es la de intentar otra perspectiva. Aquí se abren, al menos, dos proposiciones. Una, novelar enigmas de la historia utilizando la documentación como decorado y apropiándose del valor romántico que contiene la sensibilidad de la pérdida en el imaginario contemporáneo, para producir así un relato atractivo. Otra, suscitar ficcionalmente discursos alternos que se desprenden de los vacíos de la memoria colectiva.
Hasta la fecha he escrito una sola novela –“Doña Inés contra el olvido” (1992) - que considero dentro de la categoría histórica, o al menos así ha sido definida por la crítica. Sin embargo, en lo que concierne a mis propósitos, la búsqueda de la historia nacional vino a ser más una consecuencia que un fin original. Dicho de otro modo, no comencé a escribirla con el objetivo de novelar la historia. Parecerá una inconsecuencia pero así fue. Quizá sea procedente relatar aquí algunos pormenores de su construcción. ¿Qué pasaba entonces?
La pregunta en sí ya delata mi mirada. Quiere decir que no concibo otra manera de entender las cosas que no sea partiendo del contexto en el cual ocurren, y en términos de pasado, mi memoria no distingue entre lo personal y lo colectivo como un par de opuestos. La barrera entre uno y otro terreno es una disociación de las representaciones entre lo público/privado; doméstico/social; hegemónico/alterno, etc. Todo lo personal ocurre en la historia colectiva, y en ella se configura lo personal. La Historia incluye la vida cotidiana aun cuando en Venezuela esa visión sea todavía minoritaria, y en consecuencia la mayoría de nuestros textos historiográficos revelan la pasión por el poder –desde un vértice- o lo economicista –desde otro- pero, en general, el tejido social, el diálogo de los actores no protagónicos de las gestas y revoluciones, la esfera privada, el estudio de las mentalidades, han resultado un tanto subvalorados. Ese vacío ha sido, precisamente, uno de los resortes fundamentales de mi interés por el pasado, no como determinación anticipada, sino a lo largo de un camino que la propia escritura ha conducido.
Tanto “Doña Inés” como “El exilio” fueron concebidas a mediados de los años ochenta, por lo que debería regresar a mi pregunta acerca de lo que ocurría en aquel período. Al punto me viene una fecha: 1983. Para una venezolana de mi generación –nací en 1945- ese momento adquiere un valor muy significativo. No le resto importancia al hecho de que, en lo personal, coincidiera con la crisis de la edad media de la vida, pero, he aquí que el país entraba también en crisis. En ese año se inició la depreciación del Bolívar. Probablemente, para los habitantes de otros países del sub-continente, pudiera tratarse de un hecho acostumbrado, pero para nosotros no fue solamente un asunto de política cambiaria; constituyó una conmoción de la certeza, de la seguridad y estabilidad que los venezolanos habíamos, con razón o sin ella, construido como parte de la memoria colectiva. La devaluación no era solamente un término monetario; incluía devaluación ética, devaluación de propósitos, devaluación del sistema democrático. Tal fue su importancia que, visto en retrospectiva, representa el signo de lo que después se llamó “la crisis”, y a la conmoción económica siguieron en pocos años la social –1989- y la política –1992- , a partir de las cuales podría aseverarse que el país cambió para siempre. Por supuesto, los países cambian constantemente; me refiero a que lo que podríamos llamar el paisaje interior nacional sufrió modificaciones irreversibles.
Muchos índices lo habían anunciado, pero, al igual que ocurre en el proceso de la enfermedad de un ser querido, hay un día en que suena la campana que nos advierte de la fatalidad. Ese campanazo ocurrió el llamado “viernes negro”, en febrero de 1983, cuando desapareció “la Venezuela del 4.30”. Esa devaluación interrogaba nuestra identidad y nuestro pasado. ¿Qué era lo que había sucedido para que se produjera ese interrogante? ¿Qué se había perdido y qué se había ganado? ¿Qué era lo cambiado? La noción de que Venezuela avanzaba hacia la superación del subdesarrollo, quedó destrozada. Esa noción de progreso fue sustancial para la generación postperezjimenista -que, en alguna parte, llamé la “generación Sears”-, a diferencia de las que crecieron en un escenario de deterioro e imaginaron al país siempre en regresión.
No quiero decir que el origen de estas novelas estuviese determinado por esas circunstancias, y mucho menos que esas circunstancias me llevaran a la escritura. De hecho, para ese momento había producido un buen número de relatos breves y otros textos, pero, todos ellos, en conjunto, hubiesen podido apuntar en otra dirección. Si la memoria del novelista fuese pétrea y monolítica, quizá se hubiesen dirigido por una vía diferente a la que luego tomaron. Mi propia identidad quedaba comprometida con lo que sucedía de modo más amplio en el imaginario nacional y de eso no podía escapar la escritura. Más allá de mi voluntad o determinación, el diálogo con la historia en el que obligadamente participamos, había comenzado.
En “El exilio” se produjo un giro en la dirección de mi mirada que no estaba en mis textos anteriores, o en todo caso, no de la misma manera. Podría definirla como el tránsito de quien llega a un lugar desconocido y voltea para intentar reconstruir los pasos, en la esperanza de que esa recuperación le indique dónde se encuentra. La mirada hacia atrás comenzó siendo íntima. Si se trataba de explorar el pasado no se me ocurría otra manera de empezar que por el propio, mas esta es una afirmación retrospectiva, cargada de un discurso presente. Entonces no creo que yo pretendía explorar el pasado, ni el mío ni el de nadie. Quería contarlo. ¿Para qué? Para tenerlo. Para asir un piso, una seguridad que había sido removida. No es casual que la casa en esta novela sea un personaje central; no sólo por sus constantes descripciones y porque muchas de las acciones ocurren dentro de ella sino por sus transformaciones y su final abandono. Cuando las voces narrativas convocan el pasado, lo hacen generalmente desde la casa, se refieren a múltiples circunstancias pero siempre dentro de un monólogo o diálogo que tiene lugar en su interior. Un espacio cambiante y finalmente perdido.
En los movimientos de los personajes, sus ires y venires, sus exilios y mudanzas, al final todos tienen que abandonar sus posiciones iniciales y dejarlas para el olvido. Para bien o para mal, nada puede quedar igual, vendría a ser la moraleja. Sucedió en su composición que fui experimentando tremendos vacíos. La vida íntima de los personajes me resultaba insuficiente para sostener la estructura del relato, y además, se entremezclaba con la vida pública nacional, que, en cierta forma terminó por organizarlo. Creo mucho en la autonomía del personaje literario; por más que el autor trate de someterlo, se sale siempre con la suya. Los personajes fueron entrando en la historia común, aquella que los religaba a los otros a través de la historia del país, y los dejé hacer. De ese modo, ellos me condujeron a la Historia con mayúscula que no entraba en mis propósitos iniciales. Tuve que localizarlos con respecto a ese orden como si experimentara que su propia individualidad no era una legitimación suficiente.
Su representación ficcional produjo un efecto paradójico: por un lado, el pasado se recuperaba, se revivificaba, adquiría consistencia, y su pérdida se acompañaba de nostalgia; por otro, me sentía autorizada a abandonarlo. Me desprendía. En cierta forma, escribir el pasado me obligaba a un examen, terminado el cual la materia quedaba vista. Y, sobre todo, permitía que el pasado fuera pasado. La narración, al situarlo en verbos de tiempo pretérito, le concedía un territorio definido. Es decir, que volviendo al símil del viajero que quiere saber dónde se encuentra, la respuesta aparece ahora con una simpleza iluminadora. Había llegado al lugar desde el cual podía mirar hacia atrás y decir: “todo esto que veo es el pasado”. ¿Era indispensable escribir una novela para llegar a tan obvia conclusión? Por lo visto, para mí sí. Necesitaba representarlo para limitarlo y localizarlo. Convertirlo en artefacto de lenguaje.
Ahora bien, ¿cómo quería representarlo? Como era. Ante esa confesión de realismo, debería detenerme. Para nombrar el pasado la convocatoria de la memoria va de suyo pero su garantía es frágil. No por lo que hemos olvidado sino por lo que nunca registramos, y sobre todo, por la manera en que lo hicimos. El recurso mnémico es una forma de representación que contiene nuestro imaginario y nuestro discurso. Contiene imágenes, articulaciones de esas imágenes, y articulaciones de esas imágenes con las palabras. Pero, he aquí que la memoria no es un reservorio que podamos visitar, o un mausoleo que espera en piedra nuestros pasos, un lugar al que es posible regresar porque siempre estará allí. La memoria se mueve, los recuerdos cambian, las articulaciones que los unen se transforman. Procedemos en un lugar inseguro para la estabilidad de la identidad pero muy fértil y transitable desde el punto de vista literario. Dicho de otra manera, si tratara de volver a los elementos autobiográficos que usé en “El exilio”, ya no sería capaz. Han desaparecido. Podría recordar algunos acontecimientos pero no representarlos de la misma manera. Han cambiado su valor, por efecto incluso de la escritura misma, al haberlos transmutado en materia textual. Contarlos de nuevo sería escribir otra historia. Veo otro paisaje.
Pienso, entonces, en algunas proposiciones acerca de la memoria. No es una vuelta al lugar o tiempo donde un evento ocurrió con la finalidad de recuperarlo en el presente ya que del pasado sólo pueden quedar los testimonios, y en el caso del lenguaje, el testimonio de lo pasado es, precisa y literalmente, lenguaje. Lo pasado queda testimoniado a través del discurso que nos envuelve y ese testimonio es también movedizo. La noción de que la memoria sea móvil, de que, a decir verdad, no contamos ni con nuestros propios recuerdos, es angustiosa para cualquiera pero, probablemente, los escritores sean aún más vulnerables. En la medida en que transforman sus recuerdos en lenguaje, en que constantemente los manipulan, los manosean, los exprimen, los desdoblan y desarticulan en anécdotas atribuyéndolos a otros y asumiendo los de otros, en la medida, en fin, en que violan permanentemente su mundo interior, y que procesan su subjetividad como la materia prima de los textos, son más proclives que nadie a quedarse sin pasado, a vaciar su identidad y reconstruirla, a conmover su escenario interior.
Si la memoria no es un museo que guarda incólume nuestro pasado, habría que entenderla como la recuperación fragmentaria de acontecimientos, situaciones, circunstancias, personas, espacios, experiencias, en los que nos detenemos porque algo nuestro se detuvo allí. De las infinitas posibilidades de la recuperación, elegimos aquellas que contienen una desarticulación traumática para nuestra identidad en el intento de restaurarla. Se desprende que el pasado no tiene una esencia determinada, es apenas el mapa que nuestra subjetividad ha trazado para reconocer sus propias huellas, y, por supuesto, no tiene correspondencia consistente con lo que podríamos llamar veracidad factual. En ese mapa, algunos hechos puntuales que otros también reconocerán como ocurridos, se levantan como señales del transcurso temporal. Esas señales que podríamos calificar de colectivas son las que vinculan la memoria individual con el vasto campo de la memoria nacional.
En la medida en que la memoria no es un hecho de comprobación, aunque puede, por supuesto, rescatar circunstancias verídicas, es necesario aceptarla como un discurso acerca de esas circunstancias. Considerarla como una variante de la ficción con la que soportamos el vacío de lo real. Los enlaces entre un territorio y otro son, pues, de difícil separación. ¿Cuánto hay de “verdad” como verificable en la reconstrucción de la memoria? ¿Cuánto hay de “ficción” como inexistente en la invención? Es muy posible que, cuando crea recordar, invente, y cuando suponga inventar, recupere una vivencia olvidada, trasladada de registro y volcada en otra contingencia. En ese proceso la memoria se va saturando de nuestra propia subjetividad, va dibujando afectivamente lo recuperado: se va emocionando, por decirlo así.
Si en “El exilio” Caracas se convirtió para mí en un hecho literario, en “Doña Inés” pasó a ser un hecho historiográfico, en parte porque las memorias utilizadas provenían casi exclusivamente de libros. Pero quien rearma las piezas históricas, es la mirada del novelista dándoles un sentido, incluso más allá de su voluntad; sentido que no surge de la documentación con la que provee al texto sino de la pasión con que lee tales documentos. Doña Inés cuenta la historia de un reclamo. Asume una voz demandante y conduce a todos los personajes secundarios del relato a entrar bajo el emblema de la protesta. Son actores que recuperan una memoria del descontento.
“Vagas desapariciones” (1995), a su vez, es la memoria del fracaso. Descontento y fracaso serían las conclusiones de esa mirada hacia atrás. Entre ambas existen, sin embargo, diferencias importantes. Para “Vagas” utilicé la memoria de las personas que yo había conocido en los inicios de mi ejercicio profesional como psicóloga. Algo de mi identidad había quedado herido en aquellos años de juventud en los que trabajé con experiencias límites, en una de las sedes más repudiadas: la locura. El delirio, como símbolo de ese estado, me produjo siempre horror y fascinación. Escuchar al sujeto delirante nos sumerge en un efecto de éxtasis y catástrofe. El intento de descifrar su contenido obliga a una escucha de la cual no se sale ileso. Pero “Vagas” se nutrió también de otros registros; otros personajes me herían en la distancia del recuerdo y forman parte del paisaje interior de la novela; Pepín, desde luego. Es un personaje creado a partir de la memoria de muchos niños que conocí cuando trabajé en instituciones de salud pública. Es un personaje patrón, un estereotipo. En varias oportunidades he tenido la experiencia de encontrarme con algún joven lector que me comenta su identificación con el personaje. Eso me satisface.
En principio, mi intención con respecto a los personajes era nombrarlos. Rescatarlos del anonimato. Recoger voces marginales. Reintegrarlas como parte de la identidad colectiva. Quizás este propósito sea el mayor sustento de la novela: la idea de que la memoria colectiva no puede configurarse dentro de los discursos oficiales porque estos son siempre coherentes. “Editados”. La locura, en ese sentido, constituye una metáfora espléndida porque propone precisamente la incoherencia. Se resiste al curso ordenado y controlado del discurso consensual. Sin embargo, no quise, o no quisieron los personajes, ser recordados como “locos” sino todo lo contrario: llenos de humanidad, de solidaridad, de sentido común, a veces.
Mi propósito, pues, era rescatarlos del olvido; de mi propio olvido, probablemente. El olvido duele. Pero, en el proceso de la escritura misma, y en las relecturas que he debido hacer del libro posteriormente, encuentro que en ellos, a pesar de ser una narración enmarcada en la intimidad, hablan voces históricas. Pepín es el hijo de la democracia irresuelta. Esa misma voz que después se ha alzado contra el sistema democrático. Pepín quería ganarse la vida siendo electricista y termina siendo un homicida. Esa venganza estaba en él y yo no sabía que su recuperación me iba a llevar a ese final. Su construcción contiene la memoria gestante, registro de experiencia para construir el origen del personaje, y la memoria gestada, surgida del diálogo con un país que había cambiado y le daba desenlace a la primera.
En cambio, en “Malena de cinco mundos” (1997) la mirada parece evadir el pasado nacional. Es una novela con propósito definido y mantenido: recuperar una cierta versión de la historia de la mujer, que nunca termina por ser una historia bien contada. Escogí los momentos de acuerdo a mi predilección, y al criterio, con o sin razón, de que eran los períodos más significativos en la construcción discursiva del género femenino, aunque no pretendo que ningún historiador esté de acuerdo conmigo; se trata, sin duda, de una periodización muy personal. La historia la quise contar en forma utópica. Es decir, las mujeres que son protagonistas de los diferentes relatos, y que pretenden ser una y la misma –Malena-, no están construidas en el perfil acomodado a la época sino en una suerte de transgresión del mismo; transgresión penalizadora para ellas. Mi mirada sitúa escenarios pasados, pero desestabilizándolos; intentar decir que debería haber sido de otra manera. Malena tiene, sin embargo, un rasgo afín con Doña Inés. Ella también reclama promesas incumplidas. De la misma manera en que Pepín, cuando recuerda su precaria vida, dice que lo que más le duele es lo que no le ha pasado. Esa mirada del vacío, de lo no ocurrido, la reconozco como propia. Si fuera a resumir lo que he querido nombrar, pienso que, a lo mejor, es precisamente lo que no aparece en ninguna recuperación. Nombrar la falta. Podría preguntarse por qué se requieren tantas palabras para ello. Quizás sea una consecuencia del lenguaje: es necesario producir un discurso para que se presente lo no dicho.
“Malena” fue escrita en el conmovido año 1992 y, en principio, podría decir que es una novela fuera del hilo histórico que siguen las anteriores y que vino a retomarse en “Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin” (1999), finalizada en 1996. A los acontecimientos políticos se añadieron pérdidas en mi vida personal, y volví la mirada hacia la década de los sesenta. Como se explica en los agradecimientos que anteceden a la novela, su construcción tuvo un núcleo de memoria testimonial, en este caso, ajena. Memoria también escrita en dos tiempos: en el presente de los acontecimientos y en el pasado de quien los recordaba. De modo que yo, al retomarlos, me situaba en un tercer momento: el de quien recoge testimonios de testimonios.
La novela, precisamente, más que una recuperación de memorias es una reflexión sobre la memoria misma. Es decir, en sus anécdotas no se garantiza nada. Finalmente, el lector no encontrará sino interpretaciones del pasado. Memorias superpuestas. Memorias que dan sentido a lo perdido. Relatos que llenan los vacíos del relato.
¿Puede un novelista pretender que conoce, recuerda, escribe la memoria de su país? Es demasiado evidente que no. ¿Qué escoge de ella? ¿Qué dirige su ojo escritor a subrayar algunos acontecimientos y no otros? ¿A verlos desde una determinada luz o sombra? La recuperación no devuelve al objeto perdido sino al sujeto de la pérdida. Dicho de otro modo, no a la imagen sino al ojo; no a la voz sino al oído; no al escenario sino al protagonista. En definitiva, lo único que puede nombrarse es la mirada, aquella que más ha herido, y escribirla entre el odio y la nostalgia. Lo demás, es el infinito océano del pasado.


Ana Teresa Torres (Caracas, 1945) ha publicado las novelas “El exilio del tiempo” (Monte Avila, 1990), “Doña Inés contra el olvido” (Monte Avila, 1992), “Vagas desapariciones” (Grijalbo, 1995), “Malena de cinco mundos” (Literal Books, 1997) y “Los últimos espectadores del acorazado Potemkin” (Monte Avila, 1999). En 1984 ganó el concurso de cuentos del diario El Nacional de Caracas y ha obtenido otras distinciones literarias, entre ellas, el Premio de Narrativa del Consejo Nacional de la Cultura y el Premio de Novela de la I Bienal de Literatura de Mérida Mariano Picón Salas, ambas en 1991. En 1998 obtuvo el Premio Pegasus de Literatura otorgado por la Corporación Mobil a las novelas venezolanas escritas en la última década, por su novela “Doña Inés contra el olvido”, traducida al inglés por Gregory Rabassa, y publicada en la Louisiana State University Press. Ha sido invitada en 1999 como residente del Bellagio Center (Italia) de la Fundación Rockefeller.



En: En Estudios, Revista de Investigaciones Literarias y Culturales. Año 9. No. 18. Caracas: Universidad Simón Bolívar, Jul-Dic 2001.