miércoles, 5 de mayo de 2010

La memoria móvil: entre el odio y la nostalgia

Se escribe, inevitablemente, desde la memoria. Aun en las novelas cuya temática transcurre en tiempo presente, y en aquellas que transitan un terreno exclusivamente fantástico, desde una consideración radical parece imposible pensar, y por lo tanto, escribir, fuera del orden de la subjetividad que nos constituye y que, en parte, surge de nuestro pasado. Tal subjetividad no es pétrea y estática, por el contrario, se construye permanentemente; tampoco es monolítica y unívoca, pues habla a partir de un diálogo de identidades interiorizadas, de modo que el sujeto, una vez enfrentado a la escritura, parte de lo acopiado y desechado, de lo recuperado y olvidado, de lo conservado y transmutado. Mas una red tan extensa e intrincada no puede expresarse sino a través de parcialidades; desde la convocatoria de una particular mirada. Es a partir de ese punto de vista personal de donde se desarrollan estas reflexiones.
La memoria de los novelistas se asemeja a un archivo cuyos documentos estuviesen en constante reedición. Su materia no se conserva intacta y cuando volvemos a ella, es otra. Nosotros mismos la hemos alterado. En una suerte de diario que acompañó a la escritura de mi primera novela “El exilio del tiempo” (1990) anoté una frase que en aquel momento me resultaba enigmática, o al menos, no tenía el peso que después le adjudiqué: “No existe el pasado, sólo una escritura en verbos de tiempo pretérito”. Quería decir yo entonces –pienso hoy- que la experiencia de escribir una novela me había convencido de que el pasado es un artefacto literario cuya naturaleza es tan movediza como la experiencia presente.
Si bien parto de la proposición general de que el pasado gravita en el escritor, se impone una distinción entre tiempo pasado, como lo ocurrido antes, y tiempo histórico, como aquello seleccionado de ese tiempo pasado a fin de edificar la memoria colectiva nacional. Algunos opositores radicales de la novela histórica consideran que su composición estriba en recuperar ciertas anécdotas o la biografía de algún personaje, para luego reescribir el material documental y componerlo dentro de un relato. En esa concepción, por supuesto, el género queda desestimado y la tarea se limita a un ejercicio de seguridades. Por el contrario, en mi experiencia personal, pienso que cuando el novelista escoge el tiempo histórico como escenario, entra en un campo de indefiniciones e interrogantes. ¿Vuelve atrás para ratificar lo sucedido? ¿Para imaginar la historia que desea o para darla por olvidada? ¿Para ocultar la distopía o presentir una utopía? ¿Por qué se detiene aquí y no allá? ¿Quiénes hablan y quiénes callan en ese relato? ¿Desde cuáles referentes? ¿En qué codigos?
Si la escritura se asienta en la repetición que refrenda el discurso histórico –oficial o no-, resulta cuando menos innecesaria, o en todo caso, adquirirá un valor didáctico que consistirá en ofrecer al lector, de modo más ameno, una versión digerida de la investigación historiográfica. En mi opinión, la única legitimación literaria que asiste al novelista es la de intentar otra perspectiva. Aquí se abren, al menos, dos proposiciones. Una, novelar enigmas de la historia utilizando la documentación como decorado y apropiándose del valor romántico que contiene la sensibilidad de la pérdida en el imaginario contemporáneo, para producir así un relato atractivo. Otra, suscitar ficcionalmente discursos alternos que se desprenden de los vacíos de la memoria colectiva.
Hasta la fecha he escrito una sola novela –“Doña Inés contra el olvido” (1992) - que considero dentro de la categoría histórica, o al menos así ha sido definida por la crítica. Sin embargo, en lo que concierne a mis propósitos, la búsqueda de la historia nacional vino a ser más una consecuencia que un fin original. Dicho de otro modo, no comencé a escribirla con el objetivo de novelar la historia. Parecerá una inconsecuencia pero así fue. Quizá sea procedente relatar aquí algunos pormenores de su construcción. ¿Qué pasaba entonces?
La pregunta en sí ya delata mi mirada. Quiere decir que no concibo otra manera de entender las cosas que no sea partiendo del contexto en el cual ocurren, y en términos de pasado, mi memoria no distingue entre lo personal y lo colectivo como un par de opuestos. La barrera entre uno y otro terreno es una disociación de las representaciones entre lo público/privado; doméstico/social; hegemónico/alterno, etc. Todo lo personal ocurre en la historia colectiva, y en ella se configura lo personal. La Historia incluye la vida cotidiana aun cuando en Venezuela esa visión sea todavía minoritaria, y en consecuencia la mayoría de nuestros textos historiográficos revelan la pasión por el poder –desde un vértice- o lo economicista –desde otro- pero, en general, el tejido social, el diálogo de los actores no protagónicos de las gestas y revoluciones, la esfera privada, el estudio de las mentalidades, han resultado un tanto subvalorados. Ese vacío ha sido, precisamente, uno de los resortes fundamentales de mi interés por el pasado, no como determinación anticipada, sino a lo largo de un camino que la propia escritura ha conducido.
Tanto “Doña Inés” como “El exilio” fueron concebidas a mediados de los años ochenta, por lo que debería regresar a mi pregunta acerca de lo que ocurría en aquel período. Al punto me viene una fecha: 1983. Para una venezolana de mi generación –nací en 1945- ese momento adquiere un valor muy significativo. No le resto importancia al hecho de que, en lo personal, coincidiera con la crisis de la edad media de la vida, pero, he aquí que el país entraba también en crisis. En ese año se inició la depreciación del Bolívar. Probablemente, para los habitantes de otros países del sub-continente, pudiera tratarse de un hecho acostumbrado, pero para nosotros no fue solamente un asunto de política cambiaria; constituyó una conmoción de la certeza, de la seguridad y estabilidad que los venezolanos habíamos, con razón o sin ella, construido como parte de la memoria colectiva. La devaluación no era solamente un término monetario; incluía devaluación ética, devaluación de propósitos, devaluación del sistema democrático. Tal fue su importancia que, visto en retrospectiva, representa el signo de lo que después se llamó “la crisis”, y a la conmoción económica siguieron en pocos años la social –1989- y la política –1992- , a partir de las cuales podría aseverarse que el país cambió para siempre. Por supuesto, los países cambian constantemente; me refiero a que lo que podríamos llamar el paisaje interior nacional sufrió modificaciones irreversibles.
Muchos índices lo habían anunciado, pero, al igual que ocurre en el proceso de la enfermedad de un ser querido, hay un día en que suena la campana que nos advierte de la fatalidad. Ese campanazo ocurrió el llamado “viernes negro”, en febrero de 1983, cuando desapareció “la Venezuela del 4.30”. Esa devaluación interrogaba nuestra identidad y nuestro pasado. ¿Qué era lo que había sucedido para que se produjera ese interrogante? ¿Qué se había perdido y qué se había ganado? ¿Qué era lo cambiado? La noción de que Venezuela avanzaba hacia la superación del subdesarrollo, quedó destrozada. Esa noción de progreso fue sustancial para la generación postperezjimenista -que, en alguna parte, llamé la “generación Sears”-, a diferencia de las que crecieron en un escenario de deterioro e imaginaron al país siempre en regresión.
No quiero decir que el origen de estas novelas estuviese determinado por esas circunstancias, y mucho menos que esas circunstancias me llevaran a la escritura. De hecho, para ese momento había producido un buen número de relatos breves y otros textos, pero, todos ellos, en conjunto, hubiesen podido apuntar en otra dirección. Si la memoria del novelista fuese pétrea y monolítica, quizá se hubiesen dirigido por una vía diferente a la que luego tomaron. Mi propia identidad quedaba comprometida con lo que sucedía de modo más amplio en el imaginario nacional y de eso no podía escapar la escritura. Más allá de mi voluntad o determinación, el diálogo con la historia en el que obligadamente participamos, había comenzado.
En “El exilio” se produjo un giro en la dirección de mi mirada que no estaba en mis textos anteriores, o en todo caso, no de la misma manera. Podría definirla como el tránsito de quien llega a un lugar desconocido y voltea para intentar reconstruir los pasos, en la esperanza de que esa recuperación le indique dónde se encuentra. La mirada hacia atrás comenzó siendo íntima. Si se trataba de explorar el pasado no se me ocurría otra manera de empezar que por el propio, mas esta es una afirmación retrospectiva, cargada de un discurso presente. Entonces no creo que yo pretendía explorar el pasado, ni el mío ni el de nadie. Quería contarlo. ¿Para qué? Para tenerlo. Para asir un piso, una seguridad que había sido removida. No es casual que la casa en esta novela sea un personaje central; no sólo por sus constantes descripciones y porque muchas de las acciones ocurren dentro de ella sino por sus transformaciones y su final abandono. Cuando las voces narrativas convocan el pasado, lo hacen generalmente desde la casa, se refieren a múltiples circunstancias pero siempre dentro de un monólogo o diálogo que tiene lugar en su interior. Un espacio cambiante y finalmente perdido.
En los movimientos de los personajes, sus ires y venires, sus exilios y mudanzas, al final todos tienen que abandonar sus posiciones iniciales y dejarlas para el olvido. Para bien o para mal, nada puede quedar igual, vendría a ser la moraleja. Sucedió en su composición que fui experimentando tremendos vacíos. La vida íntima de los personajes me resultaba insuficiente para sostener la estructura del relato, y además, se entremezclaba con la vida pública nacional, que, en cierta forma terminó por organizarlo. Creo mucho en la autonomía del personaje literario; por más que el autor trate de someterlo, se sale siempre con la suya. Los personajes fueron entrando en la historia común, aquella que los religaba a los otros a través de la historia del país, y los dejé hacer. De ese modo, ellos me condujeron a la Historia con mayúscula que no entraba en mis propósitos iniciales. Tuve que localizarlos con respecto a ese orden como si experimentara que su propia individualidad no era una legitimación suficiente.
Su representación ficcional produjo un efecto paradójico: por un lado, el pasado se recuperaba, se revivificaba, adquiría consistencia, y su pérdida se acompañaba de nostalgia; por otro, me sentía autorizada a abandonarlo. Me desprendía. En cierta forma, escribir el pasado me obligaba a un examen, terminado el cual la materia quedaba vista. Y, sobre todo, permitía que el pasado fuera pasado. La narración, al situarlo en verbos de tiempo pretérito, le concedía un territorio definido. Es decir, que volviendo al símil del viajero que quiere saber dónde se encuentra, la respuesta aparece ahora con una simpleza iluminadora. Había llegado al lugar desde el cual podía mirar hacia atrás y decir: “todo esto que veo es el pasado”. ¿Era indispensable escribir una novela para llegar a tan obvia conclusión? Por lo visto, para mí sí. Necesitaba representarlo para limitarlo y localizarlo. Convertirlo en artefacto de lenguaje.
Ahora bien, ¿cómo quería representarlo? Como era. Ante esa confesión de realismo, debería detenerme. Para nombrar el pasado la convocatoria de la memoria va de suyo pero su garantía es frágil. No por lo que hemos olvidado sino por lo que nunca registramos, y sobre todo, por la manera en que lo hicimos. El recurso mnémico es una forma de representación que contiene nuestro imaginario y nuestro discurso. Contiene imágenes, articulaciones de esas imágenes, y articulaciones de esas imágenes con las palabras. Pero, he aquí que la memoria no es un reservorio que podamos visitar, o un mausoleo que espera en piedra nuestros pasos, un lugar al que es posible regresar porque siempre estará allí. La memoria se mueve, los recuerdos cambian, las articulaciones que los unen se transforman. Procedemos en un lugar inseguro para la estabilidad de la identidad pero muy fértil y transitable desde el punto de vista literario. Dicho de otra manera, si tratara de volver a los elementos autobiográficos que usé en “El exilio”, ya no sería capaz. Han desaparecido. Podría recordar algunos acontecimientos pero no representarlos de la misma manera. Han cambiado su valor, por efecto incluso de la escritura misma, al haberlos transmutado en materia textual. Contarlos de nuevo sería escribir otra historia. Veo otro paisaje.
Pienso, entonces, en algunas proposiciones acerca de la memoria. No es una vuelta al lugar o tiempo donde un evento ocurrió con la finalidad de recuperarlo en el presente ya que del pasado sólo pueden quedar los testimonios, y en el caso del lenguaje, el testimonio de lo pasado es, precisa y literalmente, lenguaje. Lo pasado queda testimoniado a través del discurso que nos envuelve y ese testimonio es también movedizo. La noción de que la memoria sea móvil, de que, a decir verdad, no contamos ni con nuestros propios recuerdos, es angustiosa para cualquiera pero, probablemente, los escritores sean aún más vulnerables. En la medida en que transforman sus recuerdos en lenguaje, en que constantemente los manipulan, los manosean, los exprimen, los desdoblan y desarticulan en anécdotas atribuyéndolos a otros y asumiendo los de otros, en la medida, en fin, en que violan permanentemente su mundo interior, y que procesan su subjetividad como la materia prima de los textos, son más proclives que nadie a quedarse sin pasado, a vaciar su identidad y reconstruirla, a conmover su escenario interior.
Si la memoria no es un museo que guarda incólume nuestro pasado, habría que entenderla como la recuperación fragmentaria de acontecimientos, situaciones, circunstancias, personas, espacios, experiencias, en los que nos detenemos porque algo nuestro se detuvo allí. De las infinitas posibilidades de la recuperación, elegimos aquellas que contienen una desarticulación traumática para nuestra identidad en el intento de restaurarla. Se desprende que el pasado no tiene una esencia determinada, es apenas el mapa que nuestra subjetividad ha trazado para reconocer sus propias huellas, y, por supuesto, no tiene correspondencia consistente con lo que podríamos llamar veracidad factual. En ese mapa, algunos hechos puntuales que otros también reconocerán como ocurridos, se levantan como señales del transcurso temporal. Esas señales que podríamos calificar de colectivas son las que vinculan la memoria individual con el vasto campo de la memoria nacional.
En la medida en que la memoria no es un hecho de comprobación, aunque puede, por supuesto, rescatar circunstancias verídicas, es necesario aceptarla como un discurso acerca de esas circunstancias. Considerarla como una variante de la ficción con la que soportamos el vacío de lo real. Los enlaces entre un territorio y otro son, pues, de difícil separación. ¿Cuánto hay de “verdad” como verificable en la reconstrucción de la memoria? ¿Cuánto hay de “ficción” como inexistente en la invención? Es muy posible que, cuando crea recordar, invente, y cuando suponga inventar, recupere una vivencia olvidada, trasladada de registro y volcada en otra contingencia. En ese proceso la memoria se va saturando de nuestra propia subjetividad, va dibujando afectivamente lo recuperado: se va emocionando, por decirlo así.
Si en “El exilio” Caracas se convirtió para mí en un hecho literario, en “Doña Inés” pasó a ser un hecho historiográfico, en parte porque las memorias utilizadas provenían casi exclusivamente de libros. Pero quien rearma las piezas históricas, es la mirada del novelista dándoles un sentido, incluso más allá de su voluntad; sentido que no surge de la documentación con la que provee al texto sino de la pasión con que lee tales documentos. Doña Inés cuenta la historia de un reclamo. Asume una voz demandante y conduce a todos los personajes secundarios del relato a entrar bajo el emblema de la protesta. Son actores que recuperan una memoria del descontento.
“Vagas desapariciones” (1995), a su vez, es la memoria del fracaso. Descontento y fracaso serían las conclusiones de esa mirada hacia atrás. Entre ambas existen, sin embargo, diferencias importantes. Para “Vagas” utilicé la memoria de las personas que yo había conocido en los inicios de mi ejercicio profesional como psicóloga. Algo de mi identidad había quedado herido en aquellos años de juventud en los que trabajé con experiencias límites, en una de las sedes más repudiadas: la locura. El delirio, como símbolo de ese estado, me produjo siempre horror y fascinación. Escuchar al sujeto delirante nos sumerge en un efecto de éxtasis y catástrofe. El intento de descifrar su contenido obliga a una escucha de la cual no se sale ileso. Pero “Vagas” se nutrió también de otros registros; otros personajes me herían en la distancia del recuerdo y forman parte del paisaje interior de la novela; Pepín, desde luego. Es un personaje creado a partir de la memoria de muchos niños que conocí cuando trabajé en instituciones de salud pública. Es un personaje patrón, un estereotipo. En varias oportunidades he tenido la experiencia de encontrarme con algún joven lector que me comenta su identificación con el personaje. Eso me satisface.
En principio, mi intención con respecto a los personajes era nombrarlos. Rescatarlos del anonimato. Recoger voces marginales. Reintegrarlas como parte de la identidad colectiva. Quizás este propósito sea el mayor sustento de la novela: la idea de que la memoria colectiva no puede configurarse dentro de los discursos oficiales porque estos son siempre coherentes. “Editados”. La locura, en ese sentido, constituye una metáfora espléndida porque propone precisamente la incoherencia. Se resiste al curso ordenado y controlado del discurso consensual. Sin embargo, no quise, o no quisieron los personajes, ser recordados como “locos” sino todo lo contrario: llenos de humanidad, de solidaridad, de sentido común, a veces.
Mi propósito, pues, era rescatarlos del olvido; de mi propio olvido, probablemente. El olvido duele. Pero, en el proceso de la escritura misma, y en las relecturas que he debido hacer del libro posteriormente, encuentro que en ellos, a pesar de ser una narración enmarcada en la intimidad, hablan voces históricas. Pepín es el hijo de la democracia irresuelta. Esa misma voz que después se ha alzado contra el sistema democrático. Pepín quería ganarse la vida siendo electricista y termina siendo un homicida. Esa venganza estaba en él y yo no sabía que su recuperación me iba a llevar a ese final. Su construcción contiene la memoria gestante, registro de experiencia para construir el origen del personaje, y la memoria gestada, surgida del diálogo con un país que había cambiado y le daba desenlace a la primera.
En cambio, en “Malena de cinco mundos” (1997) la mirada parece evadir el pasado nacional. Es una novela con propósito definido y mantenido: recuperar una cierta versión de la historia de la mujer, que nunca termina por ser una historia bien contada. Escogí los momentos de acuerdo a mi predilección, y al criterio, con o sin razón, de que eran los períodos más significativos en la construcción discursiva del género femenino, aunque no pretendo que ningún historiador esté de acuerdo conmigo; se trata, sin duda, de una periodización muy personal. La historia la quise contar en forma utópica. Es decir, las mujeres que son protagonistas de los diferentes relatos, y que pretenden ser una y la misma –Malena-, no están construidas en el perfil acomodado a la época sino en una suerte de transgresión del mismo; transgresión penalizadora para ellas. Mi mirada sitúa escenarios pasados, pero desestabilizándolos; intentar decir que debería haber sido de otra manera. Malena tiene, sin embargo, un rasgo afín con Doña Inés. Ella también reclama promesas incumplidas. De la misma manera en que Pepín, cuando recuerda su precaria vida, dice que lo que más le duele es lo que no le ha pasado. Esa mirada del vacío, de lo no ocurrido, la reconozco como propia. Si fuera a resumir lo que he querido nombrar, pienso que, a lo mejor, es precisamente lo que no aparece en ninguna recuperación. Nombrar la falta. Podría preguntarse por qué se requieren tantas palabras para ello. Quizás sea una consecuencia del lenguaje: es necesario producir un discurso para que se presente lo no dicho.
“Malena” fue escrita en el conmovido año 1992 y, en principio, podría decir que es una novela fuera del hilo histórico que siguen las anteriores y que vino a retomarse en “Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin” (1999), finalizada en 1996. A los acontecimientos políticos se añadieron pérdidas en mi vida personal, y volví la mirada hacia la década de los sesenta. Como se explica en los agradecimientos que anteceden a la novela, su construcción tuvo un núcleo de memoria testimonial, en este caso, ajena. Memoria también escrita en dos tiempos: en el presente de los acontecimientos y en el pasado de quien los recordaba. De modo que yo, al retomarlos, me situaba en un tercer momento: el de quien recoge testimonios de testimonios.
La novela, precisamente, más que una recuperación de memorias es una reflexión sobre la memoria misma. Es decir, en sus anécdotas no se garantiza nada. Finalmente, el lector no encontrará sino interpretaciones del pasado. Memorias superpuestas. Memorias que dan sentido a lo perdido. Relatos que llenan los vacíos del relato.
¿Puede un novelista pretender que conoce, recuerda, escribe la memoria de su país? Es demasiado evidente que no. ¿Qué escoge de ella? ¿Qué dirige su ojo escritor a subrayar algunos acontecimientos y no otros? ¿A verlos desde una determinada luz o sombra? La recuperación no devuelve al objeto perdido sino al sujeto de la pérdida. Dicho de otro modo, no a la imagen sino al ojo; no a la voz sino al oído; no al escenario sino al protagonista. En definitiva, lo único que puede nombrarse es la mirada, aquella que más ha herido, y escribirla entre el odio y la nostalgia. Lo demás, es el infinito océano del pasado.


Ana Teresa Torres (Caracas, 1945) ha publicado las novelas “El exilio del tiempo” (Monte Avila, 1990), “Doña Inés contra el olvido” (Monte Avila, 1992), “Vagas desapariciones” (Grijalbo, 1995), “Malena de cinco mundos” (Literal Books, 1997) y “Los últimos espectadores del acorazado Potemkin” (Monte Avila, 1999). En 1984 ganó el concurso de cuentos del diario El Nacional de Caracas y ha obtenido otras distinciones literarias, entre ellas, el Premio de Narrativa del Consejo Nacional de la Cultura y el Premio de Novela de la I Bienal de Literatura de Mérida Mariano Picón Salas, ambas en 1991. En 1998 obtuvo el Premio Pegasus de Literatura otorgado por la Corporación Mobil a las novelas venezolanas escritas en la última década, por su novela “Doña Inés contra el olvido”, traducida al inglés por Gregory Rabassa, y publicada en la Louisiana State University Press. Ha sido invitada en 1999 como residente del Bellagio Center (Italia) de la Fundación Rockefeller.



En: En Estudios, Revista de Investigaciones Literarias y Culturales. Año 9. No. 18. Caracas: Universidad Simón Bolívar, Jul-Dic 2001.

sábado, 1 de mayo de 2010

...........................................................................................................Gioconda Espina


Ya he dicho antes, en estas notas bibliográficas de la revista del CEM de la UCV, que la era Chávez ha tenido al menos un efecto maravilloso para los intelectuales, especialmente los historiadores. Han publicado los que nunca antes lo habían hecho, se les han reeditado textos que sólo se conseguían en las universidades a cuyas nóminas pertenecen sus autores, pero sobre todo, han conquistado lectores que jamás se habían interesado por la historia patria. A los historiadores se han sumado escritores de ficción y psicoanalistas, como Fernando Yurman y ahora Ana Teresa Torres, quien en los primeros meses del 2010 ha visto convertir su libro, La herencia de la tribu, en un bestseller. La primera edición se vendió en los primeros días de enero. ¿Por qué ha sucedido todo esto? Porque los intelectuales que se formaron en la década del 60, que asistieron desde lejos a la caída del muro el año 89, que creían que Venezuela no volvería a las polarizaciones extremas del pasado independentista, federal o guerrillero, se dan cuenta de que Bolívar y Sucre y los demás héroes de la Independencia, Zamora y el Ché se han instalado entre nosotros, con el voto de la mayoría de los venezolanos, a pesar de las observaciones de anacronismo e inviabilidad de las propuestas de esos líderes que, dicho sea de paso, los llevaron a una muerte temprana, además de violenta en algunos casos. Bolívar murió expulsado de su propia patria a los 47 y Sucre, Zamora y Ché a tiros.

Ana Teresa Torres demuestra el ahínco con el que se dedicó a responder la pregunta. No ha dejado sin leer a ningún autor venezolano del pasado reciente (Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Laureano Vallenilla Lanz) o del presente (Germán Carrera Damas, Elías Pino Iturreta, Manuel Caballeros, Luis Castro Leiva, Inés Quintero, Gisela Kozak, Michaelle Ascencio, Yolanda Salas, Sandra Pinardi, María Fernanda Palacios), que haya dedicado al menos un texto a la tarea de responder qué es esto denominado Revolución Bolivariana, de dónde nos llega y cuál es el mecanismo psíquico que opera en los venezolanos para que haya logrado el apoyo al menos durante 11 años, en un país que estaba acostumbrado a cambiar de presidente cada cinco.

Freudiana al fin, no le costó mucho a Torres asumir la tesis de Tótem y tabú (1912), aunque –sorpresivamente—no cita un texto que de muchas maneras continúa el de 1912, Moisés y los monoteísmos (1938). La tesis plantea el mito del asesinato del padre de la horda primitiva, con la consecuente culpa y expiación deificándolo y honrándolo. Ese crimen se reedita cada cierto tiempo, de hecho—sigue Freud—Moisés fue la primera repetición, luego siguió Cristo y después Mahoma. El deseo de muerte del padre que separa al niño/a de la madre y así lo inserta en la ley, en la convivencia social, es un dato verificable en los sujetos en análisis y fue a partir de esta constatación que Freud concibió su mito sobre cómo pudimos llegar a esta existencia colectiva culposa. Para los venezolanos, la culpa por el parricidio se particulariza así: todos somos culpables de la traición y abandono del padre Bolívar, que murió desterrado en Santa Marta sin ni siquiera camisa propia. Por nuestra culpa, no pudo concluir la construcción de la Gran Colombia y a nosotros, el pueblo de Guaicaipuro, de los héroes de la Independencia, de la guerra federal y de la guerrilla de los 60, nos corresponde expiar la culpa, terminando lo que nuestro padre no pudo por la traición de la oligarquía (que es la misma actual, tiene los mismos apellidos, insiste Chávez) y por nuestra indiferencia. Es a esta convicción inconsciente a la que ha apelado el comandante-presidente desde 1998 hasta hoy, pero con mucha más fuerza desde 2006, cuando ganó las elecciones para un tercer período.

De la construcción del mito bolivariano no se ha salvado nadie. Ya lo habían dicho Carrera Damas y Pino Iturrieta en varios de sus libros: desde Páez hasta Pérez Jiménez, así que no fue Chávez el primero en hacer la apelación al pueblo parricida pero con la posibilidad de mostrar su arrepentimiento. Tampoco se han privado de cultivar el culto a Bolívar los intelectuales de todas las épocas, fuera de Venezuela (José Martí, Rubén Darío, Pablo Neruda) y dentro de Venezuela (Juan Vicente González, Fermín Toro, Monseñor José Alberto Quintero).

Estoy segura que no faltará un talibán antichavista que diga que el texto de Torres es chavista, con lo cual demostrará que no entendió nada. Lo que hace Torres en los capítulos finales es recorrer los discursos de apelación al pueblo heroico con una tarea pendiente, desde el juramento en el Samán de Güere hasta hoy, para analizar la estructura y contenidos de ese discurso, reconociéndole a Chávez –eso sí— un modo eficiente de trasmitir el mito bolivariano por radio y televisión a la manera de un maestro, en ciertas circunstancias y, en otras circunstancia, a la manera de un líder colérico que enfrenta a los enemigos de siempre: primero fue el imperio de España, luego el de la oligarquía a la que Páez se entregó, luego al imperio yanqui en cuanto apareció el petróleo. En la primera forma, se asimila al padre bondadoso que falta en tantos hogares venezolanos (es la tesis de Yurman); y en la segunda a los hombres a caballo de la Independencia y la guerra federal. Que la historia que repite incesantemente no sea la verdadera sino una interpretación libre del comandante- presidente (al que Torres llama “el héroe”, el que se coloca como intermediario entre el pueblo y el dios-padre, Cristo-Bolívar a los que hay que emular y reivindicar), no significa que no sea eficaz para su objetivo. Todo lo contrario, al simplificar y mezclar la historia con su biografía personal en Sabaneta de Barinas o en los diversos cuarteles por los que pasó, gana en poder comunicacional y reconquista emociones, logra una prórroga en la adhesión de sus adeptos porque “no es él sino su entorno” el que está haciendo las cosas mal. Tener en cuenta todo esto es urgente, no sólo para entender cómo en el muy cultivado mito bolivariano el lugar del héroe estaba vacío y fue ocupado el año 98 por un militar carismático (un militar alzado contra el poder constituido, como Bolívar contra la Corona), que llenó de emoción a los hijos abandonados por su padre, que los dejó aquí y se fue a hacer la revolución en otros países, sino también para tomar precauciones cuando se apele al mismo pueblo que ha votado tres veces por Chávez.



En:Gioconda Espina, para la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer, No. 34, julio 2010
http://giocondaespina.com.ve/GIOCONDA/losquescriben.php?item=23#articulo