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miércoles, 5 de mayo de 2010

La memoria móvil: entre el odio y la nostalgia

Se escribe, inevitablemente, desde la memoria. Aun en las novelas cuya temática transcurre en tiempo presente, y en aquellas que transitan un terreno exclusivamente fantástico, desde una consideración radical parece imposible pensar, y por lo tanto, escribir, fuera del orden de la subjetividad que nos constituye y que, en parte, surge de nuestro pasado. Tal subjetividad no es pétrea y estática, por el contrario, se construye permanentemente; tampoco es monolítica y unívoca, pues habla a partir de un diálogo de identidades interiorizadas, de modo que el sujeto, una vez enfrentado a la escritura, parte de lo acopiado y desechado, de lo recuperado y olvidado, de lo conservado y transmutado. Mas una red tan extensa e intrincada no puede expresarse sino a través de parcialidades; desde la convocatoria de una particular mirada. Es a partir de ese punto de vista personal de donde se desarrollan estas reflexiones.
La memoria de los novelistas se asemeja a un archivo cuyos documentos estuviesen en constante reedición. Su materia no se conserva intacta y cuando volvemos a ella, es otra. Nosotros mismos la hemos alterado. En una suerte de diario que acompañó a la escritura de mi primera novela “El exilio del tiempo” (1990) anoté una frase que en aquel momento me resultaba enigmática, o al menos, no tenía el peso que después le adjudiqué: “No existe el pasado, sólo una escritura en verbos de tiempo pretérito”. Quería decir yo entonces –pienso hoy- que la experiencia de escribir una novela me había convencido de que el pasado es un artefacto literario cuya naturaleza es tan movediza como la experiencia presente.
Si bien parto de la proposición general de que el pasado gravita en el escritor, se impone una distinción entre tiempo pasado, como lo ocurrido antes, y tiempo histórico, como aquello seleccionado de ese tiempo pasado a fin de edificar la memoria colectiva nacional. Algunos opositores radicales de la novela histórica consideran que su composición estriba en recuperar ciertas anécdotas o la biografía de algún personaje, para luego reescribir el material documental y componerlo dentro de un relato. En esa concepción, por supuesto, el género queda desestimado y la tarea se limita a un ejercicio de seguridades. Por el contrario, en mi experiencia personal, pienso que cuando el novelista escoge el tiempo histórico como escenario, entra en un campo de indefiniciones e interrogantes. ¿Vuelve atrás para ratificar lo sucedido? ¿Para imaginar la historia que desea o para darla por olvidada? ¿Para ocultar la distopía o presentir una utopía? ¿Por qué se detiene aquí y no allá? ¿Quiénes hablan y quiénes callan en ese relato? ¿Desde cuáles referentes? ¿En qué codigos?
Si la escritura se asienta en la repetición que refrenda el discurso histórico –oficial o no-, resulta cuando menos innecesaria, o en todo caso, adquirirá un valor didáctico que consistirá en ofrecer al lector, de modo más ameno, una versión digerida de la investigación historiográfica. En mi opinión, la única legitimación literaria que asiste al novelista es la de intentar otra perspectiva. Aquí se abren, al menos, dos proposiciones. Una, novelar enigmas de la historia utilizando la documentación como decorado y apropiándose del valor romántico que contiene la sensibilidad de la pérdida en el imaginario contemporáneo, para producir así un relato atractivo. Otra, suscitar ficcionalmente discursos alternos que se desprenden de los vacíos de la memoria colectiva.
Hasta la fecha he escrito una sola novela –“Doña Inés contra el olvido” (1992) - que considero dentro de la categoría histórica, o al menos así ha sido definida por la crítica. Sin embargo, en lo que concierne a mis propósitos, la búsqueda de la historia nacional vino a ser más una consecuencia que un fin original. Dicho de otro modo, no comencé a escribirla con el objetivo de novelar la historia. Parecerá una inconsecuencia pero así fue. Quizá sea procedente relatar aquí algunos pormenores de su construcción. ¿Qué pasaba entonces?
La pregunta en sí ya delata mi mirada. Quiere decir que no concibo otra manera de entender las cosas que no sea partiendo del contexto en el cual ocurren, y en términos de pasado, mi memoria no distingue entre lo personal y lo colectivo como un par de opuestos. La barrera entre uno y otro terreno es una disociación de las representaciones entre lo público/privado; doméstico/social; hegemónico/alterno, etc. Todo lo personal ocurre en la historia colectiva, y en ella se configura lo personal. La Historia incluye la vida cotidiana aun cuando en Venezuela esa visión sea todavía minoritaria, y en consecuencia la mayoría de nuestros textos historiográficos revelan la pasión por el poder –desde un vértice- o lo economicista –desde otro- pero, en general, el tejido social, el diálogo de los actores no protagónicos de las gestas y revoluciones, la esfera privada, el estudio de las mentalidades, han resultado un tanto subvalorados. Ese vacío ha sido, precisamente, uno de los resortes fundamentales de mi interés por el pasado, no como determinación anticipada, sino a lo largo de un camino que la propia escritura ha conducido.
Tanto “Doña Inés” como “El exilio” fueron concebidas a mediados de los años ochenta, por lo que debería regresar a mi pregunta acerca de lo que ocurría en aquel período. Al punto me viene una fecha: 1983. Para una venezolana de mi generación –nací en 1945- ese momento adquiere un valor muy significativo. No le resto importancia al hecho de que, en lo personal, coincidiera con la crisis de la edad media de la vida, pero, he aquí que el país entraba también en crisis. En ese año se inició la depreciación del Bolívar. Probablemente, para los habitantes de otros países del sub-continente, pudiera tratarse de un hecho acostumbrado, pero para nosotros no fue solamente un asunto de política cambiaria; constituyó una conmoción de la certeza, de la seguridad y estabilidad que los venezolanos habíamos, con razón o sin ella, construido como parte de la memoria colectiva. La devaluación no era solamente un término monetario; incluía devaluación ética, devaluación de propósitos, devaluación del sistema democrático. Tal fue su importancia que, visto en retrospectiva, representa el signo de lo que después se llamó “la crisis”, y a la conmoción económica siguieron en pocos años la social –1989- y la política –1992- , a partir de las cuales podría aseverarse que el país cambió para siempre. Por supuesto, los países cambian constantemente; me refiero a que lo que podríamos llamar el paisaje interior nacional sufrió modificaciones irreversibles.
Muchos índices lo habían anunciado, pero, al igual que ocurre en el proceso de la enfermedad de un ser querido, hay un día en que suena la campana que nos advierte de la fatalidad. Ese campanazo ocurrió el llamado “viernes negro”, en febrero de 1983, cuando desapareció “la Venezuela del 4.30”. Esa devaluación interrogaba nuestra identidad y nuestro pasado. ¿Qué era lo que había sucedido para que se produjera ese interrogante? ¿Qué se había perdido y qué se había ganado? ¿Qué era lo cambiado? La noción de que Venezuela avanzaba hacia la superación del subdesarrollo, quedó destrozada. Esa noción de progreso fue sustancial para la generación postperezjimenista -que, en alguna parte, llamé la “generación Sears”-, a diferencia de las que crecieron en un escenario de deterioro e imaginaron al país siempre en regresión.
No quiero decir que el origen de estas novelas estuviese determinado por esas circunstancias, y mucho menos que esas circunstancias me llevaran a la escritura. De hecho, para ese momento había producido un buen número de relatos breves y otros textos, pero, todos ellos, en conjunto, hubiesen podido apuntar en otra dirección. Si la memoria del novelista fuese pétrea y monolítica, quizá se hubiesen dirigido por una vía diferente a la que luego tomaron. Mi propia identidad quedaba comprometida con lo que sucedía de modo más amplio en el imaginario nacional y de eso no podía escapar la escritura. Más allá de mi voluntad o determinación, el diálogo con la historia en el que obligadamente participamos, había comenzado.
En “El exilio” se produjo un giro en la dirección de mi mirada que no estaba en mis textos anteriores, o en todo caso, no de la misma manera. Podría definirla como el tránsito de quien llega a un lugar desconocido y voltea para intentar reconstruir los pasos, en la esperanza de que esa recuperación le indique dónde se encuentra. La mirada hacia atrás comenzó siendo íntima. Si se trataba de explorar el pasado no se me ocurría otra manera de empezar que por el propio, mas esta es una afirmación retrospectiva, cargada de un discurso presente. Entonces no creo que yo pretendía explorar el pasado, ni el mío ni el de nadie. Quería contarlo. ¿Para qué? Para tenerlo. Para asir un piso, una seguridad que había sido removida. No es casual que la casa en esta novela sea un personaje central; no sólo por sus constantes descripciones y porque muchas de las acciones ocurren dentro de ella sino por sus transformaciones y su final abandono. Cuando las voces narrativas convocan el pasado, lo hacen generalmente desde la casa, se refieren a múltiples circunstancias pero siempre dentro de un monólogo o diálogo que tiene lugar en su interior. Un espacio cambiante y finalmente perdido.
En los movimientos de los personajes, sus ires y venires, sus exilios y mudanzas, al final todos tienen que abandonar sus posiciones iniciales y dejarlas para el olvido. Para bien o para mal, nada puede quedar igual, vendría a ser la moraleja. Sucedió en su composición que fui experimentando tremendos vacíos. La vida íntima de los personajes me resultaba insuficiente para sostener la estructura del relato, y además, se entremezclaba con la vida pública nacional, que, en cierta forma terminó por organizarlo. Creo mucho en la autonomía del personaje literario; por más que el autor trate de someterlo, se sale siempre con la suya. Los personajes fueron entrando en la historia común, aquella que los religaba a los otros a través de la historia del país, y los dejé hacer. De ese modo, ellos me condujeron a la Historia con mayúscula que no entraba en mis propósitos iniciales. Tuve que localizarlos con respecto a ese orden como si experimentara que su propia individualidad no era una legitimación suficiente.
Su representación ficcional produjo un efecto paradójico: por un lado, el pasado se recuperaba, se revivificaba, adquiría consistencia, y su pérdida se acompañaba de nostalgia; por otro, me sentía autorizada a abandonarlo. Me desprendía. En cierta forma, escribir el pasado me obligaba a un examen, terminado el cual la materia quedaba vista. Y, sobre todo, permitía que el pasado fuera pasado. La narración, al situarlo en verbos de tiempo pretérito, le concedía un territorio definido. Es decir, que volviendo al símil del viajero que quiere saber dónde se encuentra, la respuesta aparece ahora con una simpleza iluminadora. Había llegado al lugar desde el cual podía mirar hacia atrás y decir: “todo esto que veo es el pasado”. ¿Era indispensable escribir una novela para llegar a tan obvia conclusión? Por lo visto, para mí sí. Necesitaba representarlo para limitarlo y localizarlo. Convertirlo en artefacto de lenguaje.
Ahora bien, ¿cómo quería representarlo? Como era. Ante esa confesión de realismo, debería detenerme. Para nombrar el pasado la convocatoria de la memoria va de suyo pero su garantía es frágil. No por lo que hemos olvidado sino por lo que nunca registramos, y sobre todo, por la manera en que lo hicimos. El recurso mnémico es una forma de representación que contiene nuestro imaginario y nuestro discurso. Contiene imágenes, articulaciones de esas imágenes, y articulaciones de esas imágenes con las palabras. Pero, he aquí que la memoria no es un reservorio que podamos visitar, o un mausoleo que espera en piedra nuestros pasos, un lugar al que es posible regresar porque siempre estará allí. La memoria se mueve, los recuerdos cambian, las articulaciones que los unen se transforman. Procedemos en un lugar inseguro para la estabilidad de la identidad pero muy fértil y transitable desde el punto de vista literario. Dicho de otra manera, si tratara de volver a los elementos autobiográficos que usé en “El exilio”, ya no sería capaz. Han desaparecido. Podría recordar algunos acontecimientos pero no representarlos de la misma manera. Han cambiado su valor, por efecto incluso de la escritura misma, al haberlos transmutado en materia textual. Contarlos de nuevo sería escribir otra historia. Veo otro paisaje.
Pienso, entonces, en algunas proposiciones acerca de la memoria. No es una vuelta al lugar o tiempo donde un evento ocurrió con la finalidad de recuperarlo en el presente ya que del pasado sólo pueden quedar los testimonios, y en el caso del lenguaje, el testimonio de lo pasado es, precisa y literalmente, lenguaje. Lo pasado queda testimoniado a través del discurso que nos envuelve y ese testimonio es también movedizo. La noción de que la memoria sea móvil, de que, a decir verdad, no contamos ni con nuestros propios recuerdos, es angustiosa para cualquiera pero, probablemente, los escritores sean aún más vulnerables. En la medida en que transforman sus recuerdos en lenguaje, en que constantemente los manipulan, los manosean, los exprimen, los desdoblan y desarticulan en anécdotas atribuyéndolos a otros y asumiendo los de otros, en la medida, en fin, en que violan permanentemente su mundo interior, y que procesan su subjetividad como la materia prima de los textos, son más proclives que nadie a quedarse sin pasado, a vaciar su identidad y reconstruirla, a conmover su escenario interior.
Si la memoria no es un museo que guarda incólume nuestro pasado, habría que entenderla como la recuperación fragmentaria de acontecimientos, situaciones, circunstancias, personas, espacios, experiencias, en los que nos detenemos porque algo nuestro se detuvo allí. De las infinitas posibilidades de la recuperación, elegimos aquellas que contienen una desarticulación traumática para nuestra identidad en el intento de restaurarla. Se desprende que el pasado no tiene una esencia determinada, es apenas el mapa que nuestra subjetividad ha trazado para reconocer sus propias huellas, y, por supuesto, no tiene correspondencia consistente con lo que podríamos llamar veracidad factual. En ese mapa, algunos hechos puntuales que otros también reconocerán como ocurridos, se levantan como señales del transcurso temporal. Esas señales que podríamos calificar de colectivas son las que vinculan la memoria individual con el vasto campo de la memoria nacional.
En la medida en que la memoria no es un hecho de comprobación, aunque puede, por supuesto, rescatar circunstancias verídicas, es necesario aceptarla como un discurso acerca de esas circunstancias. Considerarla como una variante de la ficción con la que soportamos el vacío de lo real. Los enlaces entre un territorio y otro son, pues, de difícil separación. ¿Cuánto hay de “verdad” como verificable en la reconstrucción de la memoria? ¿Cuánto hay de “ficción” como inexistente en la invención? Es muy posible que, cuando crea recordar, invente, y cuando suponga inventar, recupere una vivencia olvidada, trasladada de registro y volcada en otra contingencia. En ese proceso la memoria se va saturando de nuestra propia subjetividad, va dibujando afectivamente lo recuperado: se va emocionando, por decirlo así.
Si en “El exilio” Caracas se convirtió para mí en un hecho literario, en “Doña Inés” pasó a ser un hecho historiográfico, en parte porque las memorias utilizadas provenían casi exclusivamente de libros. Pero quien rearma las piezas históricas, es la mirada del novelista dándoles un sentido, incluso más allá de su voluntad; sentido que no surge de la documentación con la que provee al texto sino de la pasión con que lee tales documentos. Doña Inés cuenta la historia de un reclamo. Asume una voz demandante y conduce a todos los personajes secundarios del relato a entrar bajo el emblema de la protesta. Son actores que recuperan una memoria del descontento.
“Vagas desapariciones” (1995), a su vez, es la memoria del fracaso. Descontento y fracaso serían las conclusiones de esa mirada hacia atrás. Entre ambas existen, sin embargo, diferencias importantes. Para “Vagas” utilicé la memoria de las personas que yo había conocido en los inicios de mi ejercicio profesional como psicóloga. Algo de mi identidad había quedado herido en aquellos años de juventud en los que trabajé con experiencias límites, en una de las sedes más repudiadas: la locura. El delirio, como símbolo de ese estado, me produjo siempre horror y fascinación. Escuchar al sujeto delirante nos sumerge en un efecto de éxtasis y catástrofe. El intento de descifrar su contenido obliga a una escucha de la cual no se sale ileso. Pero “Vagas” se nutrió también de otros registros; otros personajes me herían en la distancia del recuerdo y forman parte del paisaje interior de la novela; Pepín, desde luego. Es un personaje creado a partir de la memoria de muchos niños que conocí cuando trabajé en instituciones de salud pública. Es un personaje patrón, un estereotipo. En varias oportunidades he tenido la experiencia de encontrarme con algún joven lector que me comenta su identificación con el personaje. Eso me satisface.
En principio, mi intención con respecto a los personajes era nombrarlos. Rescatarlos del anonimato. Recoger voces marginales. Reintegrarlas como parte de la identidad colectiva. Quizás este propósito sea el mayor sustento de la novela: la idea de que la memoria colectiva no puede configurarse dentro de los discursos oficiales porque estos son siempre coherentes. “Editados”. La locura, en ese sentido, constituye una metáfora espléndida porque propone precisamente la incoherencia. Se resiste al curso ordenado y controlado del discurso consensual. Sin embargo, no quise, o no quisieron los personajes, ser recordados como “locos” sino todo lo contrario: llenos de humanidad, de solidaridad, de sentido común, a veces.
Mi propósito, pues, era rescatarlos del olvido; de mi propio olvido, probablemente. El olvido duele. Pero, en el proceso de la escritura misma, y en las relecturas que he debido hacer del libro posteriormente, encuentro que en ellos, a pesar de ser una narración enmarcada en la intimidad, hablan voces históricas. Pepín es el hijo de la democracia irresuelta. Esa misma voz que después se ha alzado contra el sistema democrático. Pepín quería ganarse la vida siendo electricista y termina siendo un homicida. Esa venganza estaba en él y yo no sabía que su recuperación me iba a llevar a ese final. Su construcción contiene la memoria gestante, registro de experiencia para construir el origen del personaje, y la memoria gestada, surgida del diálogo con un país que había cambiado y le daba desenlace a la primera.
En cambio, en “Malena de cinco mundos” (1997) la mirada parece evadir el pasado nacional. Es una novela con propósito definido y mantenido: recuperar una cierta versión de la historia de la mujer, que nunca termina por ser una historia bien contada. Escogí los momentos de acuerdo a mi predilección, y al criterio, con o sin razón, de que eran los períodos más significativos en la construcción discursiva del género femenino, aunque no pretendo que ningún historiador esté de acuerdo conmigo; se trata, sin duda, de una periodización muy personal. La historia la quise contar en forma utópica. Es decir, las mujeres que son protagonistas de los diferentes relatos, y que pretenden ser una y la misma –Malena-, no están construidas en el perfil acomodado a la época sino en una suerte de transgresión del mismo; transgresión penalizadora para ellas. Mi mirada sitúa escenarios pasados, pero desestabilizándolos; intentar decir que debería haber sido de otra manera. Malena tiene, sin embargo, un rasgo afín con Doña Inés. Ella también reclama promesas incumplidas. De la misma manera en que Pepín, cuando recuerda su precaria vida, dice que lo que más le duele es lo que no le ha pasado. Esa mirada del vacío, de lo no ocurrido, la reconozco como propia. Si fuera a resumir lo que he querido nombrar, pienso que, a lo mejor, es precisamente lo que no aparece en ninguna recuperación. Nombrar la falta. Podría preguntarse por qué se requieren tantas palabras para ello. Quizás sea una consecuencia del lenguaje: es necesario producir un discurso para que se presente lo no dicho.
“Malena” fue escrita en el conmovido año 1992 y, en principio, podría decir que es una novela fuera del hilo histórico que siguen las anteriores y que vino a retomarse en “Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin” (1999), finalizada en 1996. A los acontecimientos políticos se añadieron pérdidas en mi vida personal, y volví la mirada hacia la década de los sesenta. Como se explica en los agradecimientos que anteceden a la novela, su construcción tuvo un núcleo de memoria testimonial, en este caso, ajena. Memoria también escrita en dos tiempos: en el presente de los acontecimientos y en el pasado de quien los recordaba. De modo que yo, al retomarlos, me situaba en un tercer momento: el de quien recoge testimonios de testimonios.
La novela, precisamente, más que una recuperación de memorias es una reflexión sobre la memoria misma. Es decir, en sus anécdotas no se garantiza nada. Finalmente, el lector no encontrará sino interpretaciones del pasado. Memorias superpuestas. Memorias que dan sentido a lo perdido. Relatos que llenan los vacíos del relato.
¿Puede un novelista pretender que conoce, recuerda, escribe la memoria de su país? Es demasiado evidente que no. ¿Qué escoge de ella? ¿Qué dirige su ojo escritor a subrayar algunos acontecimientos y no otros? ¿A verlos desde una determinada luz o sombra? La recuperación no devuelve al objeto perdido sino al sujeto de la pérdida. Dicho de otro modo, no a la imagen sino al ojo; no a la voz sino al oído; no al escenario sino al protagonista. En definitiva, lo único que puede nombrarse es la mirada, aquella que más ha herido, y escribirla entre el odio y la nostalgia. Lo demás, es el infinito océano del pasado.


Ana Teresa Torres (Caracas, 1945) ha publicado las novelas “El exilio del tiempo” (Monte Avila, 1990), “Doña Inés contra el olvido” (Monte Avila, 1992), “Vagas desapariciones” (Grijalbo, 1995), “Malena de cinco mundos” (Literal Books, 1997) y “Los últimos espectadores del acorazado Potemkin” (Monte Avila, 1999). En 1984 ganó el concurso de cuentos del diario El Nacional de Caracas y ha obtenido otras distinciones literarias, entre ellas, el Premio de Narrativa del Consejo Nacional de la Cultura y el Premio de Novela de la I Bienal de Literatura de Mérida Mariano Picón Salas, ambas en 1991. En 1998 obtuvo el Premio Pegasus de Literatura otorgado por la Corporación Mobil a las novelas venezolanas escritas en la última década, por su novela “Doña Inés contra el olvido”, traducida al inglés por Gregory Rabassa, y publicada en la Louisiana State University Press. Ha sido invitada en 1999 como residente del Bellagio Center (Italia) de la Fundación Rockefeller.



En: En Estudios, Revista de Investigaciones Literarias y Culturales. Año 9. No. 18. Caracas: Universidad Simón Bolívar, Jul-Dic 2001.

lunes, 5 de abril de 2010

Ficciones del despojo. Notas para una investigación inconclusa

Esta conferencia, con variantes, ha sido presentada en diferentes ámbitos: el Instituto Cervantes de Nueva York (1997), el Coloquio de Narrativa de la Universidad del Zulia (1998) y la Louisiana Conference on Hispanic Languages and Literatures (1999)


Dice Borges en “Funes el memorioso” que recordar es un verbo sagrado, y la memoria, un vaciadero de basuras. La tarea del que recuerda es similar a la de quien hurga en el vaciadero de lo inútil, lo desechado, lo residual. Se entra en ese basural a recoger lo que han dejado allí para dignificarlo, para darle un lugar honroso, para vivificarlo. En ese sentido, es sagrado. Pero, ¿de qué materia son los residuos de la memoria contemporánea?
Estamos en presencia de un fenómeno que todos conocemos porque surge en nuestra experiencia inmediata: la simultaneidad e instantaneidad de los acontecimientos. Es un efecto de la tecnología que nos coloca de manera distinta frente al tiempo porque nos permite percibir simultáneamente lo que ocurre o ha ocurrido en forma distante y discrónica. Ya no se trata de reivindicar nostalgias que nos sugieran otra manera de pasar el tiempo, nos encontramos frente a un fenómeno dado, al menos para quienes vivimos en la civilización occidental o a sus orillas. Es otra manera de situarnos, de pensar, de sentir. Esa nueva sensibilidad ha encontrado su expresión en los creadores de narrativa de hipertexto multimediático, pero, para los escritores –llamémonos tradicionales- plantea un reto porque el lenguaje simbólico, el lenguaje de la escritura, solamente comprende tres dimensiones.
Podríamos aquí dividirnos entre escritores que piensan que escriben acerca del presente, otros acerca del pasado, y los cultivadores del género de ciencia-ficción. Y sin embargo, pareciera ser lo mismo en tanto las barreras de las tres dimensiones temporales se han desvanecido. Se puede escribir una novela de ciencia-ficción con ambiente medieval -de hecho muchos video-juegos tienen esa característica-, o se puede escribir una novela histórica discrónica, como por ejemplo, Denzil Romero que llevó al eminente general Francisco de Miranda de paseo por el Village del Nueva York de los setenta; y en mi caso personal, en la novela Doña Inés contra el olvido, obligué a una honorable señora colonial a ver cómo hacían esquí acuático en los canales de Barlovento. Los novelistas podemos modestamente traspasar estas dimensiones del tiempo, desde que éstas han comenzado a cambiar en el mundo o transgredir las estabilidades de la identidad como ocurre en la novela de José Balza, Después Caracas. Dicho de otra manera, el problema de una novela no es, como lo fue, producir una dimensión temporal dentro de su estructura, el problema ahora es qué hacer con un tiempo simultáneo e inmediato, que parece infinito.
¿Cuál es el efecto de esa manera de transcurrir el tiempo? O mejor dicho, ¿cuál es el efecto que me interesa como escritora? Un efecto de despojo. No bien presenciamos el acontecimiento, éste se ha desvanecido, y hemos quedado despojados. Despojados no es igual a ignorantes. En mi imaginario de lo que haya sido la vida en épocas anteriores, supongo que cada persona tenía en su corta existencia una escasísima posibilidad de ser espectador del mundo. Analfabeta, aislado geográficamente, sin otros medios de comunicación que la visita de un viajero ocasional que podía o no pasar de largo por aquella aldea, ¿qué sabía del resto del mundo ese habitante? Lo ignoraba. Pero este fenómeno del que hablo es precisamente lo opuesto: saberlo todo. Somos como Funes, los predestinados a tener una percepción absoluta, una información total, y como tal cosa no es posible, sufrimos el despojo de que la existencia transcurre ante nosotros, pero tanta y tan rápida, que no sabemos de ella. Apenas nos toca, nos abandona.
Frente a esto, el novelista tiene una tarea muy lenta. Escribir una novela es muy laborioso, muy inútil si se quiere. Toma años, si medimos desde la gestación de la idea inicial hasta la publicación, y más si incluimos el tiempo de experiencia vital que en ella va incluida. Así que muy probablemente, cuando una novela llegue a los lectores, el presente de quien la escribió, es ya pasado. Milagros Mata Gil me decía que le gustaría escribir una novela de ciencia-ficción, pero temía que cuando estuviera publicada, ya no sería, seguramente, ficción. Decididamente, el novelista no puede estar corriendo detrás del tiempo porque pierde la carrera seguro, ni puede aferrarse a la pretensión de asir el presente porque esa presencia es demasiado efímera, y hasta el futuro se le escapa.
Podemos escribir desde cualquier lugar, desde cualquier momento, y esa libertad produce vértigo, caer en ese abismo como el que define Borges en la memoria absoluta de Ireneo Funes: producir un inútil catálogo mental. Ese es para mi modo de ver el mayor riesgo de un novelista contemporáneo, la sensación de que cualquier cosa puede escribirse, de que cualquier tema es igualmente válido o banal, de que cualquier perspectiva es tan legítima como insuficiente. El novelista necesita rescatarse de esa banalización que nos envuelve para encontrar al menos un campo de sentido que no sea solamente el de contar historias.
Uno de ellos es la Historia con mayúsculas. La escriben, primero, los que pueden escribir, y segundo, los vencedores. La Historia grande, la historia oficial, está escrita por hombres. Creo que eso es bastante claro. El problema es que la Historia la hacen los hombres y las mujeres, aunque éstas suelen tener una aparición mucho más discreta en los créditos. El problema no se mitiga escribiendo una novela en la cual la protagonista sea una heroica y maravillosa mujer. No, no tiene nada que ver con eso. La Historia de la que estoy hablando no es la de las batallas, ni la de las independencias y revoluciones, a las que tan aficionados somos los latinoamericanos. La Historia es ese tejido social que atraviesa la reproducción y creación cotidiana de la vida que ocurre todos los días.
Lo cotidiano, cuando aparece en las novelas escritas por mujeres, no recibe el honroso calificativo de histórico sino de “costumbrista” o “íntimo”, y de allí a declararlo banal e intranscendente no hay más que un paso. A juzgar por muchos libros de historia, la vida no era más que el día aquel de la batalla gloriosa, de la proclama incendiaria, y hoy, sería el día en que el FMI firma el préstamo de ayuda o algún presidente el tratado de paz con los incómodos insurgentes que no se dan cuenta de lo bien que marcha todo. Por eso, es historia de dominio en la que se resaltan los hechos dominantes.
El caso es que en la Historia con mayúscula las mujeres generalmente aparecen a causa de ser madres, esposas, hijas o amantes del personaje en cuestión. Lo que la mujer crea en términos de cultura, con frecuencia es, si no negado, minimizado. No estoy sino recalcando algo sabido pero que me permite llegar a donde quiero ir, es decir, a la perspectiva de la mujer escritora cuando enfrenta la memoria histórica. Se sitúa en una doble marginación. La primera es la de situarse en la perspectiva de la escritura, que es, como dije al principio recordando a Borges, la de ir al basural de los residuos. Porque quien escribe novelas no puede centrar su interés en contar de nuevo los hechos reseñados por la historiografía, lo que sería una repetición absolutamente inútil. Si va al basural, va buscando los desechos, los escombros, los desperdicios. Y va buscando darles un sentido. Va buscando una cierta verdad. No una verdad verdadera, sino una verdad de reconstrucción, una verdad de sentido, una verdad estética.
Escuché una vez a Laura Antillano comentar que las mujeres miramos de lado. Esa mirada de lado es la del niño del cuento de “El Rey está desnudo”, la mirada que puede ver lo que no se ha dicho, lo que se ha ocultado, siendo a la vez tan evidente. La segunda perspectiva de la mujer como actor social es que, por partir de una condición excluida en el discurso, no aparece en la historia con representación propia, y ello le permite meterse por otros caminos, ver los acontecimientos desde esa mirada oblicua que tiene el sujeto que no es protagonista. Esa condición le permite contar otra historia, dar otra versión porque el punto de mira es distinto. Ver desde otro lugar y ver otras cosas. Stefania Mosca, desde la perspectiva del sarcasmo y lo grotesco, ofrece esta mirada de la oblicuidad de una manera radical en su novela “Pequeño mundo”.
La mujer, en el proceso de ocupar un espacio propio en el discurso social, tiene que partir de un lugar históricamente negado, y por lo tanto, olvidado. Su nostalgia, por lo tanto, no es la recuperación del paraíso perdido, sino, por el contrario, la constatación de una carencia como sujeto simbólico, en la que reconoce la precariedad de los otros. Más que para establecer la crónica de la intimidad, la mirada de la mujer contemporánea me parece entrenada para observar el vacío, la negatividad, la distancia entre lo declarativo y manifiesto con respecto a lo implícito y latente. Acostumbrada a no creer en un discurso que la excluye, a saber percibir constantemente que su representación está ausente, aprende a descifrar la parodia, a no hacerle mucho caso a la fanfarria. Tiene una mirada iconoclasta porque sabe que la estatua es siempre fálica. Es una manera de mirar y probablemente una manera de recordar.
Si hay “maneras” de recordar, si la memoria no es un hecho dado y compartido, ¿cómo es la memoria venezolana? ¿Qué registros utiliza? ¿Qué caminos atraviesa? Los venezolanos, cuando incursionamos en el tema de la recuperación, no enfrentamos la amnesia que divide la historia en dos, antes y después de la dictadura, mediante el olvido decretado, como puede verse en los países del Sur. Una novela emblemática de la recuperación de este tipo de amnesia podría ser Los planetas de Sergio Chejfec; aun cuando escrita en Caracas, su memorialización se dirige a ese hueco del registro, incluso corporal, que dejan los desaparecidos. Hasta ahora, los venezolanos contemporáneos –y me atrevería a extenderlo al pasado- no hemos sufrido los cortes en la continuidad histórica que producen los regímenes totalitarios, ese “aquí no ha pasado nada”, propio del terrorismo de Estado. Por otra parte, la dictadura de Marcos Pérez Jiménez -entre 1948 y 1958- tampoco puede considerarse un corte del hilo histórico, sino más bien lo contrario, una continuidad del caudillismo decimonónico. Pérez Jiménez es un coronel cuando insurge en 1945 contra otro general andino, Isaías Medina Angarita, siguiendo la tradición caudillesca por la cual un jefe se levanta contra otro, en la medida en que ha acumulado suficiente poder para ello. Lo que ocurrió, en ese año, fue que la insurrección cívico-militar que derrocó a Medina, dio lugar a un gobierno civil, conocido como “el trienio”, ya que solamente duró hasta 1948, fecha en que fue derrocado el presidente y escritor, Rómulo Gallegos, por Pérez Jimenéz, entonces general.
La dictadura perezjimenista no impuso una amnesia contra una cultura democrática anterior, puesto que no la había. No se propuso olvidar lo pasado y volver a empezar, pues de hecho el pasado ofrecía más bien dictaduras, generalatos, tutelas militares. Se propuso modernizar el país, siguiendo ideas nacionalistas y militaristas, no muy distantes del positivismo del siglo XIX. Su lema fue el “Nuevo Ideal Nacional”. Hubo, desde luego, torturas, cárceles, represión popular, exilios, pero la finalización de ese período dictatorial no dejó un saldo de amnesia, o de ruptura del país. Por el contrario, el fin de la dictadura se consideró el gran momento de unidad nacional en la que todos los partidos y todas las clases sociales coincidían, incluyendo al propio Ejército, quien fue, finalmente, el actor que le dio el golpe de gracia al régimen. A diferencia de otros países donde los gobiernos han querido borrar la tragedia nacional ocurrida durante la dictadura, en Venezuela los gobiernos subsiguientes, que fueron los primeros gobiernos democráticos de la historia, por el contrario, insistieron en la memoria de la dictadura, en la exaltación de sus horrores, y del heroísmo popular, uniéndolos en el imaginario de la identidad nacional a la larga dictadura histórica de Juan Vicente Gómez (1908-1935) con la que puede haber similitudes, pero desde luego, también importantes diferencias por tratarse de períodos muy distintos.
Lo que pretendo señalar con estas referencias es que los procesos venezolanos contemporáneos difieren bastante de otros casos latinoamericanos y que, por consiguiente, los procesos de desmorialización y rememorialización son también diversos. No hay un corte profundo, una amnesia totalizante sobre un determinado momento histórico, no hay un país que de pronto se ve roto en dos, y que por lo tanto, se ve obligado a olvidar una de esas mitades.
Para nosotros, que desde 1958 hemos vivido en democracia, hoy amenazada, los problemas de recuperación han sido otros. Tienen más que ver con la perforación de la memoria, con la presentación y borradura de los acontecimientos que impide la reflexión sobre los mismos. Con la simultaneidad e información que permite un régimen democrático, pero también con la posibilidad de vaciamiento semántico de lo informado. Nuestra memoria es, más bien, una memoria perforada, un telón sobre el que se van abriendo huecos que erosionan, perforaciones en las redes de comunicación social.
Quizá por ello, la escritura, como uno de los posibles escenarios en los que se plantea la recuperación, no ha procedido en nuestra novelística reciente por la vía de la denuncia o de la presentación de hechos históricos concretos. Ha seguido más bien un trabajo de tela de araña, de pequeña excavación, de recuerdos mínimos -falsos o ciertos- de representaciones de época o personajes -históricos o ficcionales-, de reflexión interiorizada de lo que fue, o de lo que pudo ser. Como escribe Carlos Noguera en su novela Juegos bajo la luna, “si la memoria adolece de esa fragilidad, entonces la literatura sería una falsificación con derecho…una falsificación que invadiría el lugar de la vida, al menos de la vida que fue”. El novelista se sitúa como el testigo angustiado de un desmoronamiento semántico, como si temiera la pérdida, no de lo ocurrido que pertenece al pasado, sino, precisamente, del mismo presente despojado.
Por otra parte, el discurso histórico ha sido sustituido en la contemporaneidad por los informativos, el reality show, el docudrama. A veces nos preguntamos si son verídicas las escenas de catástrofes y crímenes televisadas o parte de un video de horror cuya finalidad es sacar a los espectadores del aburrimiento a que los somete la vida cotidiana. Resumiré un ejemplo de cómo se desmemorializa relatando mi recuerdo de una noticia de un informativo de televisión que produjo un programa especial para reseñar un hecho de violencia en la ciudad de Caracas ocurrido unos meses atrás .

1. Las imágenes de la TV nos dan la noticia de un asalto en una céntrica cafetería. Vemos primero a los asaltantes vivos entrar en la camioneta de la policía. Luego los cadáveres de los asaltantes, que, evidentemente, han sido muertos por los policías. A continuación el cadáver de una mujer policía que murió en el asalto disparada por los asaltantes. Después, entrevistas de calle: “¿Qué piensa Ud. de lo sucedido? ¿Quién tiene la razón, los asaltantes o los policías?” Luego, entrevistas a familiares de ambos bandos: de la mujer policía muerta y de los asaltantes.
2. La periodista, conductora de un conocido talk show, da un conmovido pésame a la familia de la mujer policía muerta, y a continuación, en tono ligero dice, “vamos a comerciales”.
3. Un panel de expertos comenta el horror de lo ocurrido. Nuevas imágenes de los cadáveres de los asaltantes, muertos por la policía en la patrulla, y el de la mujer policía que -ahora nos informan- murió porque no llevaba chaleco antibalas.
4. Acto seguido, la periodista invita a los televidentes para el día siguiente en que “sí vamos a tener un programa que es una fiesta, nos visita Juan Gabriel, y va a ser un programa cheverísimo para toda la familia”.

Esta modalidad que no es sino la copia del estilo común de los noticieros internacionales, deja en el basural de los residuos toneladas de acontecimientos sin sentido, despojándonos de la historia que transcurre todos los días y situando al ciudadano en la posición de espectador fragmentario que no puede interpretar su tiempo porque no sabe si ha presenciado una escena de violencia, de la cual todos somos protagonistas, víctimas y victimarios, o simplemente el anuncio de que pronto podrá escuchar a un famoso cantante y olvidar así preguntarse qué nos estará pasando cuando asaltan céntricos establecimientos a la luz del día, y los policías toman la decisión de ejercer por su mano la justicia. Por este acceso es que me parece interesante escribir contra el olvido. Volver sobre lo sucedido para ver si en los intersticios aparece un sentido: la única sede más o menos segura de una novela. Allí todavía queda algo por hacer.

En:A beneficio de inventario. Ana Teresa Torres, Caracas: Memorias de Altagracia, 2000.

viernes, 31 de julio de 2009

Escritora, psicoanalista o al revés: el lenguaje como oficio

Releyendo el Exilio del tiempo en estos días para una próxima reedición compruebo algo que es obvio pero que, aunque siempre ha estado allí, se me hizo patente. Es una novela recogida desde la oralidad, del registro de lo hablado, de las conversaciones cotidianas. Otro tanto podría decir de Malena de cinco mundos, de Vagas desapariciones, de partes de Doña Inés contra el olvido y de Los últimos espectadores del acorazado Potemkin. Que cuando escribo registro lo escuchado tiene su origen en una perversión que cultivo desde niña: escucho las conversaciones ajenas. Escucho el tono, la manera en que las personas dicen las cosas, en el transcurso de los contactos de rutina. Cómo habla la señora de la farmacia, la cajera del automercado, las mujeres que van en el metro, las personas que hacen cola en la taquilla del cine, los que están en la mesa vecina en un café, y de ahí en adelante. Lo escucho registrando sus modos de comunicación, me interesa lo que dicen pero sobre todo la manera en que lo dicen. En el lenguaje delatamos la manera de ver el mundo, y más aún el mundo de cada quien. Esta curiosidad infantil, cuyo origen no tengo del todo claro, es el germen de lo que después se transformaron en proyectos de vida, en oficios incluso. El lenguaje como medio para comprender el ser y como espacio de revelación del ser. Esta premisa podría sostenerla como escritora o como psicoanalista, sería válida para ambos casos porque los dos oficios se sustentan en la fe en el lenguaje, en la convicción de que las palabras contienen la verdad. ¿Qué verdad?
La verdad no como ecuación entre la palabra y la cosa, sino como efecto de sentido, como revelación. No hay, por supuesto, una verdad sino múltiples sentidos y, por lo tanto muchas verdades. Me imagino que esa niña curiosa y algo intrépida en las conversaciones ajenas creía que escuchando a los otros podría comprenderlos. Y en cierta forma sigo pensándolo, aunque, por supuesto, el tiempo nos enseña que las personas no dicen siempre la verdad, pero siempre una verdad acerca de sí mismos. Al escritor o al psicoanalista no le preocupa encontrar la verdad única, y mucho menos la verdad comprobable empíricamente, sino construir la verdad. La verdad es una construcción, no algo que está allí y encontramos, sino algo que, precisamente porque no está, podemos construir con las palabras.
Esta posibilidad es lo que me parece sustenta la posibilidad de haber ejercido estos dos oficios sin experimentar demasiadas contradicciones interiores, aunque, desde luego, en la práctica se bifurcan y pueden ser incompatibles. Pero eso es más un asunto de logística, de tiempo, de estilo de vida que una escisión interior. Dentro de mí no encuentro una oposición o una imposibilidad en estas vocaciones pero indudablemente sí en el ejercicio práctico de ambas. De hecho, durante un tiempo cabalgué entre ellas hasta que la escritura fue tomando todo el espacio, del mismo modo que en un tiempo anterior la psicología fue tomando el espacio de mi inicial vocación literaria. A veces me parecen como dos vidas, en tanto comportan estilos diferentes, relaciones distintas, maneras especiales de vivir, y con frecuencia cuando debo elaborar un currículo no sé bien cómo incluir las actividades o los libros que pertenecen a uno y otro campo. No me gusta que los escritores me consideren una psicoanalista que escribe, de la misma manera que no me gusta que los analistas me consideren una escritora que fue analista. Pero, en todo caso, puede ser a veces inevitable y yo trato de defender una u otra identidad según el caso, aunque ciertamente, la identidad de escritora es la predominante desde hace ya un buen tiempo. Tengo, sin embargo, algunos libros híbridos, como por ejemplo El alma se hace de palabras que recoge algunos textos breves en los que transito por estas ideas acerca del lenguaje y la identidad que mencioné anteriormente.
Si bien el psicoanálisis y la escritura parten de la premisa común en cuanto al lenguaje como “la casa del Ser” (cito a Elisabeth Schön), se bifurcan poco después. El analista construye sentidos en función de una persona que pide su ayuda. Por lo tanto su registro está dirigido por los registro de ese individuo en particular, y su función, en última instancia, es curarlo. El escritor tiene a su disposición todos los registros que puede crear (también limitados por su propia individualidad) y su función no se reduce a un fin sino a la producción de una obra de contenido estético y no terapéutico. Pero ambos oficios producen sentido a partir del lenguaje y con el lenguaje. Su base común es que todo en ellos ocurre dentro del reino del lenguaje. El analista entiende al otro por medio de palabras, analiza su discurso, e interviene también exclusivamente con palabras, salvando que el lenguaje humano comporta elementos no verbales, pero igualmente significantes.
El analizado, dice Lacan, presenta una narrativa incompleta de su vida. El analista construye a partir de ella otra narrativa que llena los espacios del ser, aquello que el analizado no puede poner en palabras. Analizar es una forma de leer y de escribir muy particular porque es la lectura de los signos faltantes en el otro y la escritura de una nueva novela (Freud habló de la “novela familiar del neurótico”) con la cual ofrece una nueva retórica de los acontecimientos que produzca un efecto de sentido, un efecto de verdad (que dice Lyottard es un efecto estético, lo llama “anunciación” para referirse al efecto que produce el artista). El ser pierde su continuidad en lo que Lacan llama el “capítulo adulterado” (el sufrimiento, el desconcierto, el síntoma) y deja de leerse a sí mismo, deja de comprenderse. Esa sorpresa que lo perturba es lo que lo lleva al análisis, en búsqueda de que otro lea lo que él o ella han dejado de leer. El analista y el analizado en cierta forma intercambian relatos. Pero el analista no se enfrenta a una hoja en blanco (tampoco creo que el escritor) sino a un texto ya escrito (el inconsciente) que no puede ser borrado o alterado. Pudiéramos decir que el analista en cierta forma reedita. Ofrece nuevos sentidos a partir de lo escrito. Pero también los produce con el lenguaje. Sus palabras son su modo de intervención, así como sus silencios, de forma que la palabra escogida, la manera y el momento de decirla, forman parte del oficio. No contesta un procesador de palabras sino una persona que, al hacerlo, parte también no solamente de sus conocimientos sino de su mundo interior. Esto confiere al oficio una cualidad artesanal, que se aprende en los libros pero sobre todo de maestro a discípulo, y en cierta forma igual ocurre en la escritura, aunque en ella los maestros son múltiples y, salvo excepciones, desconocidos, viven en otros libros.
Para que todo esto ocurra el analizado debe aceptar un pacto similar al lector. Un pacto de lectura. Acepta que otro puede leerlo, si no es así falta la condición indispensable para que se efectúe el análisis, del mismo modo que el lector de una novela debe hacer un pacto con el autor de que creerá por un momento en las aventuras que le relata. Si no es así, no está frente a una novela sino frente a un objeto libro.
Ahora bien, ¿de qué modo estos dos oficios se han mezclado en mí? Lo más que puedo ofrecer es de nuevo una construcción que dé sentido a lo que trato de entender. Si una escritora parte de la escucha, del intento de comprender a los demás, y la vida en general, a partir de lo que otros dicen, su consecuencia me parece es que será una escritora realista. Mi imaginación siempre se dirige a construir situaciones que no han ocurrido (aunque a veces sí), pero pudieran ocurrir. A producir esas narrativas faltantes pero sin la preocupación de que hagan sentido para un individuo en particular. Creo que soy una escritora verosímil, y aunque en algunos textos todavía inéditos he tratado de transgredir la verosimilitud, de alguna manera siempre está. ¿Qué otras influencias podría encontrar de un oficio sobre otro?
Diría que el acopio de muchas vidas escuchadas. Una suerte de “banco de vidas” relatadas. Pudiera también decirlo a la inversa: como psicoanalista hacía uso del acopio de vidas leídas. En todo caso siempre llego a lo mismo: la búsqueda de armar un sentido partiendo de la narración. Ese acopio no me parece privilegio del conocimiento psicológico. Los novelistas son escritores que buscan novelas en las vidas, y tienen sus propias formas de construir ese banco de vidas. La mía fue esta tendencia a escuchar para comprender. Toda vida es novelizable. Toda vida es un relato faltante, con capítulos adulterados que invitan a reconstruirlos. Me gusta construir a los personajes como personas, imaginar sus modos de hablar, de actuar hasta identificarlos, hasta que yo misma crea en ellos, para que el lector los reconozca y también crea en ellos. ¿De dónde surgen? Indudablemente de personas que he conocido, como decía anteriormente, las personas que uno conoce en la vida aunque sea lejanamente. No surgen tal como son sino a veces cómo creo que les gustaría ser, o cómo pienso que hubieran podido ser. Uno circunstancias, situaciones, hasta que producen una vida novelizada. Al escribirlas vienen circunstancias, personas, imágenes que se mezclan en la escritura. Al final ningún personaje es un individuo en particular sino un mezclaje de muchos. Esa construcción es lo que da el toque personal de cada narrador. Una manera de concatenar situaciones hasta que produzcan una suerte de micro vida condensada. En pocos párrafos se puede contar la vida de una persona, ésa es la enorme potencialidad del lenguaje.
Debería agregar otra fuente de datos que ha sido y es muy importante en mi escritura: el cine. La posibilidad narrativa de la imagen es poderosísima, aún mayor que la de la palabra. Recuerdo una vivencia infantil muy temprana. Pensé, se me ocurrió, que me gustaría que alguien hiciera una película de todo lo que había sucedido en mi vida, de ese modo lo sabría. Choqué contra un obstáculo irreversible: si alguien hiciera una película con todo lo que había ocurrido en mi vida (creo que tenía unos siete años), la película tardaría otro tanto. Pensaba en términos de tiempo real e ignoraba las posibilidades de la condensación y de la elipsis. Sigo viendo muchas escenas que escribo, y trato de aprender de los cineastas. Encuentro en los filmes estrategias técnicas más novedosas que en las novelas porque el lenguaje de la imagen está en desarrollo, y, por el contrario, el lenguaje de la palabra es milenario y en cierta forma ha llegado a un agotamiento. En todo caso, lo que quería subrayar para finalizar es esta obsesión por la búsqueda de sentido a partir de la existencia, de la narración de la existencia, como la tradición en la que me inscribo. Y, sin embargo, empiezo a dudar de ella, a entender que el sinsentido es un producto fundamental del siglo XX, cada vez el sentido se escapa más de nuestro alcance, pero por ello mismo las personas siguen buscándolo, y supongo que yo también continuaré haciéndolo.




Seminario “Más allá de las disciplinas. Reflexiones teórico prácticas”.
Doctorado de Humanidades, Universidad Central de Venezuela.
02/02/2005

martes, 31 de julio de 2007

Por qué escribo

Con frecuencia cuando les preguntan a los escritores qué los hace escribir responden que no saben hacer otra cosa. No sería mi caso. Durante muchos años ejercí la profesión de psicóloga que estudié en la universidad y luego la de psicoanalista para la que me formé en un instituto de psicoanálisis. Me gustaba el trabajo del diagnóstico clínico y la psicoterapia, así como el oficio psicoanalítico, y trabajé en varias instituciones públicas y en la consulta privada. De allí fui docente en universidades, seminarios y grupos de estudio privados, y también puedo decir que la enseñanza es una tarea que me entusiasma y que me proporcionó muchas satisfacciones. Los años dedicados a todas estas actividades relacionadas con los problemas humanos forman una parte importante de mi vida no sólo en términos de tiempo sino de realización personal. De todo ello se desprendieron también iniciativas organizativas y editoriales, campos en los que tangencialmente he incursionado, y que después, dentro de lo literario, me ha tocado continuar. Pienso que hubiera podido ejercer toda la vida el oficio de psicoterapeuta, a veces me parece que entregarme por entero a la vida académica me hubiera reportado un destino amable, y que la gerencia o los proyectos editoriales hubieran sido buenos proyectos, no dejo tampoco de verme regentando una librería. También me hubiera gustado estudiar derecho porque me gusta el razonamiento verbal (no así el matemático en el cual creo que mi máxima capacidad llegó a las ecuaciones de primer grado). La política como servicio público es un tema atractivo, o quizás el de ferviente activista de alguna causa como los derechos de las mujeres. Como escritora soy una buena viajera y me pregunto si los reportajes de viaje no hubieran sido más interesantes que las novelas, o una forma de novelar más excitante. De vez en cuando envidio a las mujeres que eligieron ser y ocupar su rol tradicional, que la casa esté lo mejor posible, que los hijos y los nietos sean la mayor preocupación y que todo se centre en hacer las cosas más fáciles para el hombre que deberá ocuparse de los asuntos que tienen lugar de la puerta hacia fuera.
Quiero decir con todo esto que los destinos que finalmente tomamos pueden ser bastante variados y que si he recalado en la escritura es porque de todos ellos es el único que nos permite ser muchas personas a la vez. Es el gran gozo de un novelista o de un cuentista, la posibilidad de trazar escenarios diversos y colocar en ellos a los personajes que nos representan en nuestra variedad. No porque sean partes nuestras sino porque son las posibilidades que no continuamos, aquellas por las que no avanzamos por tantas razones, o simplemente porque eran demasiado o totalmente ajenas a nuestras posibilidades. Escribiendo esas barreras desaparecen y podemos concebir las situaciones que por un instante deseamos. Novelas es parecido a viajar, atravesamos territorios, ciudades, paisajes, rostros, y sentimos curiosidad por aquellos seres que los habitan. En minutos recreamos lo que para ellos es una vida, una historia, una eternidad, y nos parece resumir en pocas palabras lo que para otros ha sido toda la existencia. Por momentos quisiera ser quien habita en ese lugar perdido, o en esa inmensa ciudad, sabiendo que verdaderamente no quisiera, que es solamente un placer de la imaginación mientras regresamos a nuestra verdadera razón. Pero la escritura, y particularmente la narrativa, nos da esa licencia, ese don de coexistir en el espacio y en el tiempo. Cuando leemos logramos ser los héroes de las novelas que admiramos, sufrir sus desventuras, disfrutar de su felicidad, o sencillamente aburrirnos con un tedio ajeno.
Ninguno de los oficios que he ejercido o podido ejercer me hubiera brindado esa diversidad. Esa es una lección que aprendí en la infancia cuando me hice lectora y quise vivir en las novelas. Ser amiga de Tom Sawyer, por ejemplo, ¿no hubiera sido una maravillosa aventura? ¿Y mi amigo el tamborcillo sardo, seguir con él de los Apenninos a los Andes? ¿O viajar en un trineo de perros con Mijail Strogoff? ¿Algo mejor que ser compañera de un capitán de quince años? La tranquila existencia de las hermanas March ¿no me hubiese rendido la felicidad de ser una de las Mujercitas? Vivir en las calles de París con Horacio Oliveira ¿qué chica de mi generación no lo quiso? O disfrutar de un paseo con los Guermantes, o morir en La guerra del fin del mundo, o asistir a la fiesta de Mrs. Dalloway. Ese placer por ser otra y cualquiera, por escapar de las fronteras del Yo que nos impone nuestra vida, es esencial a la lectura. Pero también a la escritura, y en ningún otro oficio se encuentra. Por supuesto no todos los días ni a todas horas. Es un relámpago que nos atraviesa muy de vez en cuando, ese minuto esplendoroso en que atravesamos un paisaje ajeno y nos miramos desde otro que queda atrás mientras el tren avanza. Igual en las palabras. Hay que estar muy atento, eso sí. Es polvo de estrellas.



En:¿Por qué escriben los escritores?
Entrevistas de Petruvska Simne.
Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2005.

PAISAJES DE NOVELA

.No podría hablar de mi relación con la novela sin relatar mi encuentro con ella, y ya de una vez he iniciado el tema: para pensar en algo necesito incorporarlo en una narración, historiarlo como suceso, incluirlo en el tiempo; pero, ¿en qué tiempo se lee o se escribe una novela? Más allá de esas horas concretas que señala el reloj, ¿en qué dimensión nos encontramos, cuando estamos allí, dentro de sus episodios? No tengo, por supuesto, una respuesta. Estoy repitiendo la misma pregunta que se hacía una niña: esto que estoy leyendo, ¿cuándo pasa? Esto que dice aquí, ¿dónde ocurre? La infancia es el momento en el que se proponen las incógnitas que nunca llegaremos a comprender. Los adultos, por el contrario, preferimos hacernos preguntas que tengan respuestas.
..Puedo, pues, recordar a una niña que creía fielmente en aquello que leía, convencida del poder de la palabra escrita. Aquello que estaba en la página, en los gruesos caracteres de los cuentos infantiles alternados con imágenes, era verdad. No era verdad en mi vida, en mi casa, en mi habitación. Allí, una vez cerrado el libro, no había nada salvo las presencias familiares, pero al abrirlo de nuevo, reaparecían los personajes y sus vidas. Debe ser que todo esto existe pero en otra parte -pudo pensar entonces aquella niña. La lectura -pienso ahora- dividió mi vida en dos dimensiones. Una, la que ocurría todos los días y que me resultaba insuficiente; otra, la que ocurría cuando leía y que me parecía la verdadera, la más importante, aquella de las aventuras de quienes suponía conocer muy de cerca. Una dimensión a la que me proponía llegar algún día, un lugar en el que quería vivir, cuando tuviese el poder de abandonar el que me había sido propuesto. No lo logré, claro está, pero sí he podido mantener a lo largo del tiempo el acceso a estas dos dimensiones que había encontrado en mi infancia. Esta escena fragmentaria y efímera en la que sucede mi existencia, esa otra escena en la que todo ocurre: la vida, la muerte, el sexo, el tiempo, el origen y el destino.
..Veo con bastante precisión a una niña, leyendo en su habitación, a la hora de una siesta que nunca cumplí, mientras a través de unas persianas de plástico verde se delata la luminosidad de la tarde caraqueña. Yo no leía entonces en la conciencia de que me iniciaba en la literatura, mi goce era mayor. Leía en la absoluta convicción de que los libros contenían el conocimiento del mundo. Estaba segura de que todo lo que pasaba en la vida de los adultos, todo lo que yo no sabía y los adultos que me rodeaban no me habían dicho, estaba explicado en los libros. Allí, en aquellas páginas, se encontraba la verdad de la vida, allí se podía aprender todo lo que no se supiera. La consistencia del relato, la autenticidad del texto, debieron de parecerme inobjetables porque nunca se me ocurrió preguntar si los cuentos que yo leía eran verdad o eran mentira. La frontera de la ficción y la realidad me era indiferente. Lo escrito tenía la cualidad de verdadero. Hace poco supe acerca de la noción de verdad estética, la posibilidad de iluminación de la palabra sobre las parcelas de la realidad no suficientemente esclarecidas, y me parece, cuando leo o cuando escribo, que sigo recuperando a aquella niña. Quiero la verdad, no me importa la dosis de ficción o de realidad porque ambas son fronteras engañosas.
..Mencionaré el libro que considero me convirtió en lectora: el cuento del lobo y los siete cabritos. Debe haber sido una larga tarde aburrida de hija única. Estoy sola, en la absoluta compañía del libro de imágenes que me han regalado. Es de tapas de cartón, con grandes ilustraciones a color. La narración me sumerge en un estado de pánico, no hay demasiada diferencia entre los cabritos que el lobo devora y yo. Quisiera gritarles que no abran la puerta, decirles que el lobo miente cuando se hace pasar por otro, soy el testigo impotente ante un crimen, ante la violencia, ante el engaño. Creo firmemente que aquello que ocurre es verdad. Tan verdad como la luz que se filtra a través del plástico verde de las persianas. Intento tapar la cabeza del lobo que muestra sus colmillos de los que cae una gota de saliva. Pongo mi mano y el lobo desaparece, la retiro y de nuevo está allí, sin duda mirándome. Continúo con la narración y finalmente el terror cesa. He sido recompensada. El cuento termina bien. El lobo es descubierto, los cabritos se salvan, su madre vuelve; la mía entra en la habitación y me pregunta si he dormido la siesta.
..He descubierto el valor de la ficción como representante de la realidad, el relato como capaz de generar una realidad que no es fáctica pero de la cual se desprenden efectos verdaderos, la posibilidad de las palabras de construir un mundo al que pertenecemos sin saberlo. En la ficción se encuentra la otra cara de la realidad. Ya no puedo volver del mundo del lobo al de las hadas, me aburre su falsedad. Estoy completamente segura de que las hadas no existen, sus empresas maravillosas me parecen cuentos para niños inocentes. Su mundo es perfecto, irreal, sublime. En mi elección literaria infantil, prefiguro a la novelista que seré. No creo en pretendidos misterios, en intrigas postizas, en la construcción ideal de un escenario que lejos de seducirme me fastidia. El abismo de lo real me ha capturado para siempre.
..El otro libro al que concedo un lugar privilegiado es Little women de Louise May Alcott, la primera novela que leí, el primer libro de puro texto, sin ilustraciones. Hace unos años, en la biografía de Simone de Beauvoir escrita por Deirdre Bair, encontré que fue su lectura preferida de infancia. Una suerte de validación retrospectiva me recompensaba: “Mujercitas” no era, pues, un libro para niñas insulsas que derivaban en mujeres más insulsas todavía. Fue una lectura fundamental por varias razones que enumero sin orden de importancia. La primera porque constituyó para mí la prueba del dominio de la lectura sin ayuda de las imágenes para comprender el contenido. La segunda porque había una diferencia evidente con respecto a los cuentos, ¡qué duda cabe!, aquí se hablaba de personas de carne y hueso, cuyos sufrimientos y alegrías eran verosímiles. Las hermanas March vivían en algún lugar de los Estados Unidos. La tercera porque en el episodio de la muerte de Beth pude presentir la próxima desaparición de mi madre, y por último, porque la protagonista, Jo, tenía el perfil de la mujer que yo quería ser. Por qué, no lo sabía entonces, pero aquella novela me había abierto un nuevo campo; un libro era también el terreno del que podían surgir identidades no poseídas. Un relato no servía solamente para conocer las escenas invisibles de la existencia, servía además para ser otra. Para entrar en una dimensión distinta, la del deseo.
..Las novelas fueron sucediéndose en una cadena que parecía- y en verdad es- infinita, y con ellas la multiplicidad de paisajes y de tiempos que mi vida no tenía. ¿Dónde quedaba la cabaña del tío Tom? ¿Fue esa imagen, la de la esclava que con su hijo en brazos atravesaba un río helado cuyos pedazos se rompían, dejándola caer, mientras se escuchaba el ladrido de los perros que la perseguían, la que se impuso en un episodio similar de una novela que escribí tanto después? Y mi amigo Tom Sawyer, ¿en qué río se bañaba con Huckleberry Finn?, en el Mississippi. ¿A dónde viajaba mi admirado Miguel Stroggoff?, a Vladivostok. ¿En qué ciudad sufrían David Copperfield y Oliver Twist?, en un lugar húmedo y frío como Londres. ¿En qué corte se alternaban el príncipe y el mendigo? ¿En qué lugar del Caribe se escondía la isla del tesoro? ¿Era malo o bueno Sandokan? ¿Por qué me hacían sufrir tanto los niños de Corazón? ¿Tendría yo alguna vez que recorrer el paso de los Apeninos a los Andes?; de Italia a Argentina, países lejanísimos, los de mi querido tamborcillo sardo. ¿Y quiénes eran, después de todo, los sardos? ¿Dónde morían las maestras tuberculosas de aquellos niños? ¿Acaso en Chacao, la Little Italy caraqueña, cuando yo acompañaba a mi abuela a hacer el mercado? No, en lugares como Perugia, o los Abruzzi. ¿Por dónde cabalgaba el último mohicano?, en un bosque de búfalos, probablemente cerca de la casa de Roy Rogers y Hopalong Cassidy, mis amados vaqueros. Los crímenes que investigaba Hércules Poirot, ¿no eran en el Oriente Express o en Egipto, el país de Sinhué? ¿Exactamente dónde se encuentra el país de Alicia?, la película más terrorífica que he visto jamás. ¿Sería yo alguna vez amiga de Guillermo Brown? Y el pueblo de la pequeña Lulú, ¿a qué estado de la Unión pertenece? El mundo era como decían los libros. Inmensas estepas, profundos desiertos, larguísimos ríos, extensos bosques de abetos nevados, ciudades de neblina, mares infinitos, o estrechas buhardillas donde se escondía Anna Franck.
..Me gustaban mucho los relatos orales que escuchaba a mi familia, pero no hubiera podido decirles que sus conocimientos eran, si se quiere, muy escasos. ¿Había mi abuelo ido a Siberia? ¿Había mi padre viajado veinte mil leguas en submarino? ¿Conocía mi madre la Malasia? ¿Habían mis tíos visitado Bagdad, ciudad natal de Aladino? No, sus recuentos eran apenas el reflejo de la universalidad de la literatura, y la literatura era el resumen de la vida, y del mundo. Las novelas, y por supuesto, el cine, me han proporcionado siempre ese don extraordinario de poder estar en distintas partes a la vez, de tener muchas vidas en poco tiempo, de sufrir tantas desdichas en una tarde, de conocer cuántas maneras hay en el mundo de vivir. Por el contrario, mi existencia estaba diseñada de acuerdo a patrones previstos por un dios ajeno.
..Esta niña observó que los hombres - y me estoy refiriendo a los sujetos de sexo masculino-, poseen una capacidad de traslado muy superior a la de las mujeres. ¿Equivocada? Quizá, pero yo estaba segura, cuando leí La isla del Tesoro, que jamás sería autorizada para viajar en un barco de piratas, y que tampoco me permitirían jugar con Huckleberry Finn. No creo que Miguel Strogoff me hubiese aceptado en su trineo tirado por perros y era más que improbable que pudiera escalar las montañas del Kilimanjaro con Deborah Kerr y Stewart Granger? ¿Una niña en las tabernas donde se emborrachaban los piratas de Stevenson? ¿Sugerir que quería acompañar a un capitán de quince años? Ni soñarlo. ¿Viajar al castillo de Kafka, detrás de lo que antes se llamaba “la cortina de hierro”? Jamás. La literatura, supe después, estaba llena de bares, de burdeles, de encuentros peligrosos, de seres azarosos, de hombres solitarios, de soldados que morían en guerras incomprensibles, de mujiks, de mujeres adúlteras. ¿Sería yo, una muchacha caraqueña, invitada alguna vez al castillo de los Guermantes? ¿Navegaría alguna vez en el río de Quiroga? ¿Aparecería en mi vida algún hombre como el lobo estepario? ¿Cómo decir que me hubiese gustado secar el sudor del joven que enterraba a su madre en Argel, cuando me parecía haber caminado con él en el desierto?
..Las novelas fueron mi mejor recurso de desplazamiento para conocer, bajo otros designios, a tantas personas como transitan por sus páginas. De resto, la vida era cotidiana, un tanto aburrida, desde luego monótona, y sólo quedaba intentar encontrar en ella los vestigios de la vida con mayúsculas que, estaba segura, existía, pues estaba escrita. De la autenticidad evidente de las aventuras de mis héroes de papel, me queda una añoranza, fácilmente transmutada en mirada escéptica: nada me aleja más de un libro que la imposibilidad de creer en él.
..Aunque sería largo y obstinado intentar un recuento de lecturas, salta entre ellas un nombre que no podría evitar: Rayuela. Por fin alguien había escrito una novela en la que no tenía ninguna duda de que allí, adentro, hubiese querido vivir, y me parecía entonces, era posible vivir. Rayuela era, por una parte, la novela más parecida a la vida, tal como me la imaginaba yo por aquellos días, una novela habitable, y por otra, una novela completamente distinta a todas las que hasta ese momento había leído. Era posible jugar en la escritura, los serios autores que conocía no me habían enseñado ese vértice; sus personajes parecían tener vidas tan sólidas, tan definitivas, y las que yo iba conociendo, tan fragmentarias, tan inconsistentes. La relación entre la literatura y la vida, hacer que la vida pareciese una novela, escribir una novela que se asemejase a una vida. La novela, además, es un género que de por sí se parece mucho a la vida. Es sucio, abigarrado, en tono pastiche. En una novela caben personas y circunstancias disímiles, nada aparece en la pureza. En ella se puede pensar, amar, hacer chistes, recordar algo, imaginarlo, burlarse, compadecerse, conviven el sufrimiento y la dicha, los malos y los buenos. Se puede introducir una nota de un periódico, de una carta, de una canción, de una película, una cita de un libro, un paisaje entrevisto, una memoria brumosa. La vida me atrae en su diversidad, no sabría encontrarle otro espacio mejor.
..No podría explicar por qué la vida me ha parecido siempre invisible, por qué he tenido siempre la impresión de que lo que sucede a nuestros ojos, de lo que podríamos dar cuenta inmediata, es sólo, recordando a Freud, la punta del iceberg. Las novelas me parece que hablan de ese transcurso invisible, en ellas sí puede ser traspasado cierto achatamiento que envuelve y oscurece el corazón de la existencia; en todo caso, la novela es para mí una manera de contar la vida, y hay tantas maneras de hacerlo como registros tiene la existencia. Lo que me interesa de una narración no es que me aparte del mundo que es sino que me explique cómo era y yo no lo sabía.
..Por ello necesito volver a un nombre y a un momento que dejé atrás. Anna Frank. El libro llegó como todos los otros. La historia venía envuelta en la misma apariencia de relato, es decir, parecía una historia que pertenecía a ese otro lado de la frontera en el que me gustaba vivir, pero, desde luego, también volver. La lectura del diario de Anna Frank marcó una ruptura. En primer lugar, la portada del libro no mostraba una risueña ilustración como las de la Colección Juvenil Cadete, sino la fotografía de una persona de verdad, más o menos de mi edad, y para colmo, con mi nombre. Debo aclarar que no era esta niña que fui una niña ajena al sufrimiento, y por otra parte, los cuentos infantiles me habían convencido de que la infancia no es el mejor de los mundos posibles. Pero ahora estaba segura: los adultos, es decir, los seres humanos, no eran confiables. Anna no tenía nada que ver con Hansel y Gretel, o Pulgarcito, ni la Bella Durmiente, ni Piel de Asno o la Cenicienta. La crueldad de los poderosos, fuesen brujas o hadas malignas, reyes injustos y envidiosas hermanas, hablaban de niños arrojados a su suerte y a las malas sorpresas del destino, pero a pesar de ello, el orden de la literatura y el de mi propia vida, me devolvían a una coherencia, a una recomposición de las cosas. El final de la lectura conducía generalmente a un consuelo. Anna Frank no. Anna Franck, esperando a sus perseguidores en la buhardilla que mucho tiempo después visité, era la prueba de que cualquiera estaba a disposición del horror. Con ella no cabían ambigüedades. Leerlo fue, en cierto modo, una despedida de la infancia.
..Así pues, las fronteras entre placer, conocimiento, explicación, sentido, aprendizaje de la vida, imaginación, han sido muy borrosas en mi experiencia de lectora, y necesariamente deben serlo en mi oficio de escritora. Leo y escribo en busca del sentido perdido. Una historia, hasta la más banal, tiene un cierto significado, hay un más allá de las palabras que se desprende de lo dicho, hay en ellas una cierta explicación del mundo que me conforta. Leer es para mí un ejercicio de reflexión, la historia debe llevarme a alguna parte, a alguna conclusión, si se quiere, a algún aprendizaje. El sin sentido que subyace a la existencia humana me parece ese hueco negro por el que se escapa el universo. Puedo comprender la muerte porque la vida de una persona sólo se comprende totalmente después de que ha terminado. Pero el sin sentido cancela la palabra, cancela la existencia; la vida sin sentido me resulta intolerable.
..Escribir una novela me parece una manera de darle sentido a la vida, al recoger los fragmentos inacabados, inútiles y desperdigados para ordenarlos en el papel, sostenerlos dentro de una coherencia propia que les concede el texto, inscribirlos en un universo en el que, por pequeño que sea, algo significan. El hecho de que las circunstancias que se relaten no hayan sucedido en forma fehaciente y no provengan de un protocolo mnémico concreto supone un acto de creación, pero lo representado tiene para mí el carácter de interpretación de una experiencia que flota en algún lugar de la memoria. En el lenguaje los personajes y sus relatos adquieren un peso mayor que el que tienen las personas y sus vidas. El lenguaje asegura una mayor consistencia que la fugacidad de la existencia. Eso, al menos, cree un escritor. De todos modos, la memoria no es un hecho de comprobación ni un archivo de verificaciones. Puede, por supuesto, rescatar circunstancias verídicas pero es, fundamentalmente, un discurso acerca de esas circunstancias. ..Es también un tipo de ficción con la que soportamos el vacío de lo real. Los enlaces entre un territorio y otro son, pues, de difícil separación. ¿Cuánto hay de verdad verificable en la reconstrucción de la memoria? ¿Cuánto hay de ficción inexistente en la invención? Lo más que puedo decir acerca de mí misma es que en las novelas que escribo hay elementos cuyo origen podría localizar, y apuntar hasta dónde tal personaje existió, hasta dónde le di unas circunstancias que imaginé. Pero, probablemente, cuando creo estar recordando, estoy inventando, y donde creo inventar, recupero una vivencia olvidada.
..De una novela, son los personajes lo que más quiero, y al mismo tiempo, lo más extraño. Son aquellos que pongo a vivir, a sufrir, a morir, a contar, a convivir. La construcción del personaje representa, posiblemente, el mayor grado de alienación que el novelista sufre durante el proceso de la escritura. En algunos momentos me sentiré perdida entre los bordes que separan la vida de ficción de la existencia concreta, tentada de identificarme con mi fantasma textualizado. Sufriré por él o por ella, tratando de darle un mejor destino, o me divertirán sus aventuras y quisiera compartirlas, o ejerceré el sadismo que me permite matarlo, torturarlo, enloquecerlo. Podré dejarlo a medio camino en una página cualquiera, y hacerlo desaparecer impunemente. O llamarlo al tedio, a la tristeza y la rutina. Jugaremos, en fin, a la dialéctica del amo y el esclavo. Yo, convencida de ser el amo, y el personaje, un esclavo que en silencio espera su redención, hasta que, inadvertidamente, retome su destino, y le dé un vuelco imprevisto a los acontecimientos, al que ya no podré sino someterme. Pero, indefectiblemente, debo creer, aunque sea por un instante, en su veracidad, obligada como estoy a sostener la responsabilidad de su existencia literaria.
..Tengo la impresión de que escucho hablar a los personajes. No podría decir si es un hábito, un método adquirido a partir de mi oficio de psicoanalista, o al contrario, si llegué a ser psicoanalista por haber desarrollado el hábito de escuchar. En todo caso, confieso que la niña de la que vengo hablando ha tenido siempre la mala costumbre de escuchar conversaciones de extraños en cualquier parte, un café, un autobús, la cola del cine, una sala de espera. Me interesa cómo habla la gente, qué expresiones utiliza, qué cuenta, cuáles historias pueden inferirse de un fragmento de su conversación, qué hipótesis acerca de sus vidas pueden derivarse. De esos fragmentos, de escenas cinematográficas, de lecturas, de vivencias propias o atribuidas, de las vivencias atribuidas a los otros, se constituye la materia ficcional de mis novelas. Me siento absolutamente incapaz de sentarme a escribir diciéndome a mí misma: “veamos, inventa algo”. Es al contrario, me siento a escribir porque una voz me está llamando y pide que la consigne. Esa voz comienza por una frase, un breve comentario, una imagen visual o auditiva del personaje, y a partir de allí se desencadena su construcción. Me parece que alguien me está dictando y que lo que estoy escribiendo no es exactamente lo que quería escribir. El personaje se va imponiendo con su propia lógica, con su propia voz, y de alguna manera me va creando la obligación de obedecerlo. Puede ocurrir también que un personaje produzca a otro, que busque compañía, que introduzca a aquellos con quienes necesita compartir su existencia. No todos los personajes nacen de mi propósito.
..Con respecto a ellos, los personajes, dos hipótesis. La primera, la más común, la del doble. El Otro-lector intentará adivinar en los personajes las trazas del autor. Los disfraces con los que ha revestido su identidad; dónde se esconde y cuál voz es la suya. La segunda es la del testigo; de qué voces da cuenta el escritor, qué discursos ha recogido en su existencia, en sus lecturas; con qué fantasmas carga y qué expresión quiere darles para que puedan, por fin, hablar. Me reconozco en ambas proposiciones. No dudo de que, de vez en cuando, algún personaje diga algo que yo pienso o quiero decir, y es innegable que en algún episodio esté representado un momento de mi vida. Pero también lo contrario; que un personaje, una voz, una escena, una situación, sea la ficcionalización de mi deseo. La posibilidad de ser otra, en otro registro, en otra contingencia. De abandonar, por un momento, la pesada carga de ser siempre uno mismo, y ser-en-el-texto. Así es para mí el goce de la escritura, no muy distinto al de la niña importunada por sus tareas cotidianas cuando quería ser el gato con botas.
..Pero, al fin y al cabo, ¿para qué escribir una novela?, ¿para qué suscribirse en ese viaje tan largo de desenlaces tan imprevisibles? La novela como un viaje. No puedo resistir esa metáfora porque es la que me impuso mi propia experiencia, la que tuve cuando terminé mi primera novela. La sensación de haber realizado una travesía del mar, de haber llegado a la otra orilla, de haber sobrevivido el pasaje. De haber arribado no sólo yo, sino también mis personajes, de haberlos transportado en un barco de palabras. Así me pareció, así experimenté la alegría del que llega sano y salvo a un puerto desconocido. El desenlace de la novela, sea cual sea el que hayamos querido darle, es la culminación de la aventura, no de la anécdota. La anécdota tiene infinitas posibilidades, y siempre una puede dar lugar a otra. En ese punto final, también yo culmino una aventura personal. También escribo mi autobiografía y doy por terminada una secuencia de mi vida. Esa novela es también mi propio tránsito y no seré la misma después de haberla escrito. Pretendo decir con esto que, al comenzar una novela, quiero escribir el mundo, y al finalizarla, me he escrito a mí misma. Allí queda lo que he tratado de comprender, lo que he intentado rescatar del sinsentido; el mundo, se queda en el mismo lugar.
..En cualquier caso, he sido fiel a la niña de la que hablé al principio. Ella sentía sin poderlo poner en palabras que estaba perdida en una inmensidad de circunstancias, de imágenes, de personas, y que toda esa inmensidad también estaba perdida. Más aún, concibió un deseo inexplicable: que alguien hiciera una película con todo lo que ocurría, desde el principio, en el registro absoluto de todo cuanto existía, o ella pensaba que existía. Y olvidó ese deseo. Pasado el tiempo, se encontró a sí misma en la capacidad de poner en palabras lo que veía, lo que escuchaba, lo que pensaba, y lo que pensaba que los demás pensaban. Pero nada de eso conducía al registro absoluto, la niña había confundido registro con sentido, pensó que todas las cosas juntas hacían una historia y no era así. De esa inmensidad no quedaba casi nada y lo único que podía hacerse con ella era estar pendiente de recoger mínimas piezas que caían cerca, casi que por casualidad. Disgregadas ya no eran reconocibles, no decían nada, y por lo tanto, el trabajo era construir una escena otra donde ocurrieran, no en esta vida que transcurre todos los días, sino en la otra, la que pasaba en otra parte, en esa misma otra parte donde el lobo se come a los cabritos, donde viven Jo y sus hermanas, y un largo etcétera de acontecimientos invisibles. Allí pueden de nuevo ocurrir y el asunto es inventarles la ocurrencia.
..Esto ha sido de vital importancia para la niña en cuestión porque, no solamente la vida, fracturada en sus innumerables pedazos, pierde sentido. Ella, cuando sintió el pánico del desvanecimiento del mundo, no había sino percibido la mitad del problema. La otra mitad era mucho más aterradora y toma mucho más tiempo experimentarla. El mundo no se sabe si se desvanece o no, quien se desvanece es cada uno. La vida, a medida que pasaba, le fue pareciendo más y más inasible. Ella misma fue haciéndose inasible para ella misma. Necesitaba, pues, un personaje que le diera consistencia. Necesitaba un texto que le diera sentido. Y empezó a contarse una y otra vez su vida, ya no era una niña, por supuesto. La vida, contándosela uno mismo, se transforma en jornada. De resto, ¿qué quedaría que no fuesen acontecimientos aislados, sentimientos que según pasan resultan insólitos, imágenes sin rótulo? En cambio, convirtiendo al precario yo en protagonista, en la heroína de las aventuras, todo adquiere un sentido, un cierto sentido. Así, de una anécdota a otra, de un relato a otro, de una representación a otra, la protagonista va construyendo un trayecto de tantas circunstancias dispersas. Y de allí a escribir una novela, no hay más que un paso.

En:“Paisajes de novela”. En Poética de la novela. VV.AA. Caracas: Memorias de Altagracia, 1997