martes, 31 de julio de 2007

Por qué escribo

Con frecuencia cuando les preguntan a los escritores qué los hace escribir responden que no saben hacer otra cosa. No sería mi caso. Durante muchos años ejercí la profesión de psicóloga que estudié en la universidad y luego la de psicoanalista para la que me formé en un instituto de psicoanálisis. Me gustaba el trabajo del diagnóstico clínico y la psicoterapia, así como el oficio psicoanalítico, y trabajé en varias instituciones públicas y en la consulta privada. De allí fui docente en universidades, seminarios y grupos de estudio privados, y también puedo decir que la enseñanza es una tarea que me entusiasma y que me proporcionó muchas satisfacciones. Los años dedicados a todas estas actividades relacionadas con los problemas humanos forman una parte importante de mi vida no sólo en términos de tiempo sino de realización personal. De todo ello se desprendieron también iniciativas organizativas y editoriales, campos en los que tangencialmente he incursionado, y que después, dentro de lo literario, me ha tocado continuar. Pienso que hubiera podido ejercer toda la vida el oficio de psicoterapeuta, a veces me parece que entregarme por entero a la vida académica me hubiera reportado un destino amable, y que la gerencia o los proyectos editoriales hubieran sido buenos proyectos, no dejo tampoco de verme regentando una librería. También me hubiera gustado estudiar derecho porque me gusta el razonamiento verbal (no así el matemático en el cual creo que mi máxima capacidad llegó a las ecuaciones de primer grado). La política como servicio público es un tema atractivo, o quizás el de ferviente activista de alguna causa como los derechos de las mujeres. Como escritora soy una buena viajera y me pregunto si los reportajes de viaje no hubieran sido más interesantes que las novelas, o una forma de novelar más excitante. De vez en cuando envidio a las mujeres que eligieron ser y ocupar su rol tradicional, que la casa esté lo mejor posible, que los hijos y los nietos sean la mayor preocupación y que todo se centre en hacer las cosas más fáciles para el hombre que deberá ocuparse de los asuntos que tienen lugar de la puerta hacia fuera.
Quiero decir con todo esto que los destinos que finalmente tomamos pueden ser bastante variados y que si he recalado en la escritura es porque de todos ellos es el único que nos permite ser muchas personas a la vez. Es el gran gozo de un novelista o de un cuentista, la posibilidad de trazar escenarios diversos y colocar en ellos a los personajes que nos representan en nuestra variedad. No porque sean partes nuestras sino porque son las posibilidades que no continuamos, aquellas por las que no avanzamos por tantas razones, o simplemente porque eran demasiado o totalmente ajenas a nuestras posibilidades. Escribiendo esas barreras desaparecen y podemos concebir las situaciones que por un instante deseamos. Novelas es parecido a viajar, atravesamos territorios, ciudades, paisajes, rostros, y sentimos curiosidad por aquellos seres que los habitan. En minutos recreamos lo que para ellos es una vida, una historia, una eternidad, y nos parece resumir en pocas palabras lo que para otros ha sido toda la existencia. Por momentos quisiera ser quien habita en ese lugar perdido, o en esa inmensa ciudad, sabiendo que verdaderamente no quisiera, que es solamente un placer de la imaginación mientras regresamos a nuestra verdadera razón. Pero la escritura, y particularmente la narrativa, nos da esa licencia, ese don de coexistir en el espacio y en el tiempo. Cuando leemos logramos ser los héroes de las novelas que admiramos, sufrir sus desventuras, disfrutar de su felicidad, o sencillamente aburrirnos con un tedio ajeno.
Ninguno de los oficios que he ejercido o podido ejercer me hubiera brindado esa diversidad. Esa es una lección que aprendí en la infancia cuando me hice lectora y quise vivir en las novelas. Ser amiga de Tom Sawyer, por ejemplo, ¿no hubiera sido una maravillosa aventura? ¿Y mi amigo el tamborcillo sardo, seguir con él de los Apenninos a los Andes? ¿O viajar en un trineo de perros con Mijail Strogoff? ¿Algo mejor que ser compañera de un capitán de quince años? La tranquila existencia de las hermanas March ¿no me hubiese rendido la felicidad de ser una de las Mujercitas? Vivir en las calles de París con Horacio Oliveira ¿qué chica de mi generación no lo quiso? O disfrutar de un paseo con los Guermantes, o morir en La guerra del fin del mundo, o asistir a la fiesta de Mrs. Dalloway. Ese placer por ser otra y cualquiera, por escapar de las fronteras del Yo que nos impone nuestra vida, es esencial a la lectura. Pero también a la escritura, y en ningún otro oficio se encuentra. Por supuesto no todos los días ni a todas horas. Es un relámpago que nos atraviesa muy de vez en cuando, ese minuto esplendoroso en que atravesamos un paisaje ajeno y nos miramos desde otro que queda atrás mientras el tren avanza. Igual en las palabras. Hay que estar muy atento, eso sí. Es polvo de estrellas.



En:¿Por qué escriben los escritores?
Entrevistas de Petruvska Simne.
Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2005.

PAISAJES DE NOVELA

.No podría hablar de mi relación con la novela sin relatar mi encuentro con ella, y ya de una vez he iniciado el tema: para pensar en algo necesito incorporarlo en una narración, historiarlo como suceso, incluirlo en el tiempo; pero, ¿en qué tiempo se lee o se escribe una novela? Más allá de esas horas concretas que señala el reloj, ¿en qué dimensión nos encontramos, cuando estamos allí, dentro de sus episodios? No tengo, por supuesto, una respuesta. Estoy repitiendo la misma pregunta que se hacía una niña: esto que estoy leyendo, ¿cuándo pasa? Esto que dice aquí, ¿dónde ocurre? La infancia es el momento en el que se proponen las incógnitas que nunca llegaremos a comprender. Los adultos, por el contrario, preferimos hacernos preguntas que tengan respuestas.
..Puedo, pues, recordar a una niña que creía fielmente en aquello que leía, convencida del poder de la palabra escrita. Aquello que estaba en la página, en los gruesos caracteres de los cuentos infantiles alternados con imágenes, era verdad. No era verdad en mi vida, en mi casa, en mi habitación. Allí, una vez cerrado el libro, no había nada salvo las presencias familiares, pero al abrirlo de nuevo, reaparecían los personajes y sus vidas. Debe ser que todo esto existe pero en otra parte -pudo pensar entonces aquella niña. La lectura -pienso ahora- dividió mi vida en dos dimensiones. Una, la que ocurría todos los días y que me resultaba insuficiente; otra, la que ocurría cuando leía y que me parecía la verdadera, la más importante, aquella de las aventuras de quienes suponía conocer muy de cerca. Una dimensión a la que me proponía llegar algún día, un lugar en el que quería vivir, cuando tuviese el poder de abandonar el que me había sido propuesto. No lo logré, claro está, pero sí he podido mantener a lo largo del tiempo el acceso a estas dos dimensiones que había encontrado en mi infancia. Esta escena fragmentaria y efímera en la que sucede mi existencia, esa otra escena en la que todo ocurre: la vida, la muerte, el sexo, el tiempo, el origen y el destino.
..Veo con bastante precisión a una niña, leyendo en su habitación, a la hora de una siesta que nunca cumplí, mientras a través de unas persianas de plástico verde se delata la luminosidad de la tarde caraqueña. Yo no leía entonces en la conciencia de que me iniciaba en la literatura, mi goce era mayor. Leía en la absoluta convicción de que los libros contenían el conocimiento del mundo. Estaba segura de que todo lo que pasaba en la vida de los adultos, todo lo que yo no sabía y los adultos que me rodeaban no me habían dicho, estaba explicado en los libros. Allí, en aquellas páginas, se encontraba la verdad de la vida, allí se podía aprender todo lo que no se supiera. La consistencia del relato, la autenticidad del texto, debieron de parecerme inobjetables porque nunca se me ocurrió preguntar si los cuentos que yo leía eran verdad o eran mentira. La frontera de la ficción y la realidad me era indiferente. Lo escrito tenía la cualidad de verdadero. Hace poco supe acerca de la noción de verdad estética, la posibilidad de iluminación de la palabra sobre las parcelas de la realidad no suficientemente esclarecidas, y me parece, cuando leo o cuando escribo, que sigo recuperando a aquella niña. Quiero la verdad, no me importa la dosis de ficción o de realidad porque ambas son fronteras engañosas.
..Mencionaré el libro que considero me convirtió en lectora: el cuento del lobo y los siete cabritos. Debe haber sido una larga tarde aburrida de hija única. Estoy sola, en la absoluta compañía del libro de imágenes que me han regalado. Es de tapas de cartón, con grandes ilustraciones a color. La narración me sumerge en un estado de pánico, no hay demasiada diferencia entre los cabritos que el lobo devora y yo. Quisiera gritarles que no abran la puerta, decirles que el lobo miente cuando se hace pasar por otro, soy el testigo impotente ante un crimen, ante la violencia, ante el engaño. Creo firmemente que aquello que ocurre es verdad. Tan verdad como la luz que se filtra a través del plástico verde de las persianas. Intento tapar la cabeza del lobo que muestra sus colmillos de los que cae una gota de saliva. Pongo mi mano y el lobo desaparece, la retiro y de nuevo está allí, sin duda mirándome. Continúo con la narración y finalmente el terror cesa. He sido recompensada. El cuento termina bien. El lobo es descubierto, los cabritos se salvan, su madre vuelve; la mía entra en la habitación y me pregunta si he dormido la siesta.
..He descubierto el valor de la ficción como representante de la realidad, el relato como capaz de generar una realidad que no es fáctica pero de la cual se desprenden efectos verdaderos, la posibilidad de las palabras de construir un mundo al que pertenecemos sin saberlo. En la ficción se encuentra la otra cara de la realidad. Ya no puedo volver del mundo del lobo al de las hadas, me aburre su falsedad. Estoy completamente segura de que las hadas no existen, sus empresas maravillosas me parecen cuentos para niños inocentes. Su mundo es perfecto, irreal, sublime. En mi elección literaria infantil, prefiguro a la novelista que seré. No creo en pretendidos misterios, en intrigas postizas, en la construcción ideal de un escenario que lejos de seducirme me fastidia. El abismo de lo real me ha capturado para siempre.
..El otro libro al que concedo un lugar privilegiado es Little women de Louise May Alcott, la primera novela que leí, el primer libro de puro texto, sin ilustraciones. Hace unos años, en la biografía de Simone de Beauvoir escrita por Deirdre Bair, encontré que fue su lectura preferida de infancia. Una suerte de validación retrospectiva me recompensaba: “Mujercitas” no era, pues, un libro para niñas insulsas que derivaban en mujeres más insulsas todavía. Fue una lectura fundamental por varias razones que enumero sin orden de importancia. La primera porque constituyó para mí la prueba del dominio de la lectura sin ayuda de las imágenes para comprender el contenido. La segunda porque había una diferencia evidente con respecto a los cuentos, ¡qué duda cabe!, aquí se hablaba de personas de carne y hueso, cuyos sufrimientos y alegrías eran verosímiles. Las hermanas March vivían en algún lugar de los Estados Unidos. La tercera porque en el episodio de la muerte de Beth pude presentir la próxima desaparición de mi madre, y por último, porque la protagonista, Jo, tenía el perfil de la mujer que yo quería ser. Por qué, no lo sabía entonces, pero aquella novela me había abierto un nuevo campo; un libro era también el terreno del que podían surgir identidades no poseídas. Un relato no servía solamente para conocer las escenas invisibles de la existencia, servía además para ser otra. Para entrar en una dimensión distinta, la del deseo.
..Las novelas fueron sucediéndose en una cadena que parecía- y en verdad es- infinita, y con ellas la multiplicidad de paisajes y de tiempos que mi vida no tenía. ¿Dónde quedaba la cabaña del tío Tom? ¿Fue esa imagen, la de la esclava que con su hijo en brazos atravesaba un río helado cuyos pedazos se rompían, dejándola caer, mientras se escuchaba el ladrido de los perros que la perseguían, la que se impuso en un episodio similar de una novela que escribí tanto después? Y mi amigo Tom Sawyer, ¿en qué río se bañaba con Huckleberry Finn?, en el Mississippi. ¿A dónde viajaba mi admirado Miguel Stroggoff?, a Vladivostok. ¿En qué ciudad sufrían David Copperfield y Oliver Twist?, en un lugar húmedo y frío como Londres. ¿En qué corte se alternaban el príncipe y el mendigo? ¿En qué lugar del Caribe se escondía la isla del tesoro? ¿Era malo o bueno Sandokan? ¿Por qué me hacían sufrir tanto los niños de Corazón? ¿Tendría yo alguna vez que recorrer el paso de los Apeninos a los Andes?; de Italia a Argentina, países lejanísimos, los de mi querido tamborcillo sardo. ¿Y quiénes eran, después de todo, los sardos? ¿Dónde morían las maestras tuberculosas de aquellos niños? ¿Acaso en Chacao, la Little Italy caraqueña, cuando yo acompañaba a mi abuela a hacer el mercado? No, en lugares como Perugia, o los Abruzzi. ¿Por dónde cabalgaba el último mohicano?, en un bosque de búfalos, probablemente cerca de la casa de Roy Rogers y Hopalong Cassidy, mis amados vaqueros. Los crímenes que investigaba Hércules Poirot, ¿no eran en el Oriente Express o en Egipto, el país de Sinhué? ¿Exactamente dónde se encuentra el país de Alicia?, la película más terrorífica que he visto jamás. ¿Sería yo alguna vez amiga de Guillermo Brown? Y el pueblo de la pequeña Lulú, ¿a qué estado de la Unión pertenece? El mundo era como decían los libros. Inmensas estepas, profundos desiertos, larguísimos ríos, extensos bosques de abetos nevados, ciudades de neblina, mares infinitos, o estrechas buhardillas donde se escondía Anna Franck.
..Me gustaban mucho los relatos orales que escuchaba a mi familia, pero no hubiera podido decirles que sus conocimientos eran, si se quiere, muy escasos. ¿Había mi abuelo ido a Siberia? ¿Había mi padre viajado veinte mil leguas en submarino? ¿Conocía mi madre la Malasia? ¿Habían mis tíos visitado Bagdad, ciudad natal de Aladino? No, sus recuentos eran apenas el reflejo de la universalidad de la literatura, y la literatura era el resumen de la vida, y del mundo. Las novelas, y por supuesto, el cine, me han proporcionado siempre ese don extraordinario de poder estar en distintas partes a la vez, de tener muchas vidas en poco tiempo, de sufrir tantas desdichas en una tarde, de conocer cuántas maneras hay en el mundo de vivir. Por el contrario, mi existencia estaba diseñada de acuerdo a patrones previstos por un dios ajeno.
..Esta niña observó que los hombres - y me estoy refiriendo a los sujetos de sexo masculino-, poseen una capacidad de traslado muy superior a la de las mujeres. ¿Equivocada? Quizá, pero yo estaba segura, cuando leí La isla del Tesoro, que jamás sería autorizada para viajar en un barco de piratas, y que tampoco me permitirían jugar con Huckleberry Finn. No creo que Miguel Strogoff me hubiese aceptado en su trineo tirado por perros y era más que improbable que pudiera escalar las montañas del Kilimanjaro con Deborah Kerr y Stewart Granger? ¿Una niña en las tabernas donde se emborrachaban los piratas de Stevenson? ¿Sugerir que quería acompañar a un capitán de quince años? Ni soñarlo. ¿Viajar al castillo de Kafka, detrás de lo que antes se llamaba “la cortina de hierro”? Jamás. La literatura, supe después, estaba llena de bares, de burdeles, de encuentros peligrosos, de seres azarosos, de hombres solitarios, de soldados que morían en guerras incomprensibles, de mujiks, de mujeres adúlteras. ¿Sería yo, una muchacha caraqueña, invitada alguna vez al castillo de los Guermantes? ¿Navegaría alguna vez en el río de Quiroga? ¿Aparecería en mi vida algún hombre como el lobo estepario? ¿Cómo decir que me hubiese gustado secar el sudor del joven que enterraba a su madre en Argel, cuando me parecía haber caminado con él en el desierto?
..Las novelas fueron mi mejor recurso de desplazamiento para conocer, bajo otros designios, a tantas personas como transitan por sus páginas. De resto, la vida era cotidiana, un tanto aburrida, desde luego monótona, y sólo quedaba intentar encontrar en ella los vestigios de la vida con mayúsculas que, estaba segura, existía, pues estaba escrita. De la autenticidad evidente de las aventuras de mis héroes de papel, me queda una añoranza, fácilmente transmutada en mirada escéptica: nada me aleja más de un libro que la imposibilidad de creer en él.
..Aunque sería largo y obstinado intentar un recuento de lecturas, salta entre ellas un nombre que no podría evitar: Rayuela. Por fin alguien había escrito una novela en la que no tenía ninguna duda de que allí, adentro, hubiese querido vivir, y me parecía entonces, era posible vivir. Rayuela era, por una parte, la novela más parecida a la vida, tal como me la imaginaba yo por aquellos días, una novela habitable, y por otra, una novela completamente distinta a todas las que hasta ese momento había leído. Era posible jugar en la escritura, los serios autores que conocía no me habían enseñado ese vértice; sus personajes parecían tener vidas tan sólidas, tan definitivas, y las que yo iba conociendo, tan fragmentarias, tan inconsistentes. La relación entre la literatura y la vida, hacer que la vida pareciese una novela, escribir una novela que se asemejase a una vida. La novela, además, es un género que de por sí se parece mucho a la vida. Es sucio, abigarrado, en tono pastiche. En una novela caben personas y circunstancias disímiles, nada aparece en la pureza. En ella se puede pensar, amar, hacer chistes, recordar algo, imaginarlo, burlarse, compadecerse, conviven el sufrimiento y la dicha, los malos y los buenos. Se puede introducir una nota de un periódico, de una carta, de una canción, de una película, una cita de un libro, un paisaje entrevisto, una memoria brumosa. La vida me atrae en su diversidad, no sabría encontrarle otro espacio mejor.
..No podría explicar por qué la vida me ha parecido siempre invisible, por qué he tenido siempre la impresión de que lo que sucede a nuestros ojos, de lo que podríamos dar cuenta inmediata, es sólo, recordando a Freud, la punta del iceberg. Las novelas me parece que hablan de ese transcurso invisible, en ellas sí puede ser traspasado cierto achatamiento que envuelve y oscurece el corazón de la existencia; en todo caso, la novela es para mí una manera de contar la vida, y hay tantas maneras de hacerlo como registros tiene la existencia. Lo que me interesa de una narración no es que me aparte del mundo que es sino que me explique cómo era y yo no lo sabía.
..Por ello necesito volver a un nombre y a un momento que dejé atrás. Anna Frank. El libro llegó como todos los otros. La historia venía envuelta en la misma apariencia de relato, es decir, parecía una historia que pertenecía a ese otro lado de la frontera en el que me gustaba vivir, pero, desde luego, también volver. La lectura del diario de Anna Frank marcó una ruptura. En primer lugar, la portada del libro no mostraba una risueña ilustración como las de la Colección Juvenil Cadete, sino la fotografía de una persona de verdad, más o menos de mi edad, y para colmo, con mi nombre. Debo aclarar que no era esta niña que fui una niña ajena al sufrimiento, y por otra parte, los cuentos infantiles me habían convencido de que la infancia no es el mejor de los mundos posibles. Pero ahora estaba segura: los adultos, es decir, los seres humanos, no eran confiables. Anna no tenía nada que ver con Hansel y Gretel, o Pulgarcito, ni la Bella Durmiente, ni Piel de Asno o la Cenicienta. La crueldad de los poderosos, fuesen brujas o hadas malignas, reyes injustos y envidiosas hermanas, hablaban de niños arrojados a su suerte y a las malas sorpresas del destino, pero a pesar de ello, el orden de la literatura y el de mi propia vida, me devolvían a una coherencia, a una recomposición de las cosas. El final de la lectura conducía generalmente a un consuelo. Anna Frank no. Anna Franck, esperando a sus perseguidores en la buhardilla que mucho tiempo después visité, era la prueba de que cualquiera estaba a disposición del horror. Con ella no cabían ambigüedades. Leerlo fue, en cierto modo, una despedida de la infancia.
..Así pues, las fronteras entre placer, conocimiento, explicación, sentido, aprendizaje de la vida, imaginación, han sido muy borrosas en mi experiencia de lectora, y necesariamente deben serlo en mi oficio de escritora. Leo y escribo en busca del sentido perdido. Una historia, hasta la más banal, tiene un cierto significado, hay un más allá de las palabras que se desprende de lo dicho, hay en ellas una cierta explicación del mundo que me conforta. Leer es para mí un ejercicio de reflexión, la historia debe llevarme a alguna parte, a alguna conclusión, si se quiere, a algún aprendizaje. El sin sentido que subyace a la existencia humana me parece ese hueco negro por el que se escapa el universo. Puedo comprender la muerte porque la vida de una persona sólo se comprende totalmente después de que ha terminado. Pero el sin sentido cancela la palabra, cancela la existencia; la vida sin sentido me resulta intolerable.
..Escribir una novela me parece una manera de darle sentido a la vida, al recoger los fragmentos inacabados, inútiles y desperdigados para ordenarlos en el papel, sostenerlos dentro de una coherencia propia que les concede el texto, inscribirlos en un universo en el que, por pequeño que sea, algo significan. El hecho de que las circunstancias que se relaten no hayan sucedido en forma fehaciente y no provengan de un protocolo mnémico concreto supone un acto de creación, pero lo representado tiene para mí el carácter de interpretación de una experiencia que flota en algún lugar de la memoria. En el lenguaje los personajes y sus relatos adquieren un peso mayor que el que tienen las personas y sus vidas. El lenguaje asegura una mayor consistencia que la fugacidad de la existencia. Eso, al menos, cree un escritor. De todos modos, la memoria no es un hecho de comprobación ni un archivo de verificaciones. Puede, por supuesto, rescatar circunstancias verídicas pero es, fundamentalmente, un discurso acerca de esas circunstancias. ..Es también un tipo de ficción con la que soportamos el vacío de lo real. Los enlaces entre un territorio y otro son, pues, de difícil separación. ¿Cuánto hay de verdad verificable en la reconstrucción de la memoria? ¿Cuánto hay de ficción inexistente en la invención? Lo más que puedo decir acerca de mí misma es que en las novelas que escribo hay elementos cuyo origen podría localizar, y apuntar hasta dónde tal personaje existió, hasta dónde le di unas circunstancias que imaginé. Pero, probablemente, cuando creo estar recordando, estoy inventando, y donde creo inventar, recupero una vivencia olvidada.
..De una novela, son los personajes lo que más quiero, y al mismo tiempo, lo más extraño. Son aquellos que pongo a vivir, a sufrir, a morir, a contar, a convivir. La construcción del personaje representa, posiblemente, el mayor grado de alienación que el novelista sufre durante el proceso de la escritura. En algunos momentos me sentiré perdida entre los bordes que separan la vida de ficción de la existencia concreta, tentada de identificarme con mi fantasma textualizado. Sufriré por él o por ella, tratando de darle un mejor destino, o me divertirán sus aventuras y quisiera compartirlas, o ejerceré el sadismo que me permite matarlo, torturarlo, enloquecerlo. Podré dejarlo a medio camino en una página cualquiera, y hacerlo desaparecer impunemente. O llamarlo al tedio, a la tristeza y la rutina. Jugaremos, en fin, a la dialéctica del amo y el esclavo. Yo, convencida de ser el amo, y el personaje, un esclavo que en silencio espera su redención, hasta que, inadvertidamente, retome su destino, y le dé un vuelco imprevisto a los acontecimientos, al que ya no podré sino someterme. Pero, indefectiblemente, debo creer, aunque sea por un instante, en su veracidad, obligada como estoy a sostener la responsabilidad de su existencia literaria.
..Tengo la impresión de que escucho hablar a los personajes. No podría decir si es un hábito, un método adquirido a partir de mi oficio de psicoanalista, o al contrario, si llegué a ser psicoanalista por haber desarrollado el hábito de escuchar. En todo caso, confieso que la niña de la que vengo hablando ha tenido siempre la mala costumbre de escuchar conversaciones de extraños en cualquier parte, un café, un autobús, la cola del cine, una sala de espera. Me interesa cómo habla la gente, qué expresiones utiliza, qué cuenta, cuáles historias pueden inferirse de un fragmento de su conversación, qué hipótesis acerca de sus vidas pueden derivarse. De esos fragmentos, de escenas cinematográficas, de lecturas, de vivencias propias o atribuidas, de las vivencias atribuidas a los otros, se constituye la materia ficcional de mis novelas. Me siento absolutamente incapaz de sentarme a escribir diciéndome a mí misma: “veamos, inventa algo”. Es al contrario, me siento a escribir porque una voz me está llamando y pide que la consigne. Esa voz comienza por una frase, un breve comentario, una imagen visual o auditiva del personaje, y a partir de allí se desencadena su construcción. Me parece que alguien me está dictando y que lo que estoy escribiendo no es exactamente lo que quería escribir. El personaje se va imponiendo con su propia lógica, con su propia voz, y de alguna manera me va creando la obligación de obedecerlo. Puede ocurrir también que un personaje produzca a otro, que busque compañía, que introduzca a aquellos con quienes necesita compartir su existencia. No todos los personajes nacen de mi propósito.
..Con respecto a ellos, los personajes, dos hipótesis. La primera, la más común, la del doble. El Otro-lector intentará adivinar en los personajes las trazas del autor. Los disfraces con los que ha revestido su identidad; dónde se esconde y cuál voz es la suya. La segunda es la del testigo; de qué voces da cuenta el escritor, qué discursos ha recogido en su existencia, en sus lecturas; con qué fantasmas carga y qué expresión quiere darles para que puedan, por fin, hablar. Me reconozco en ambas proposiciones. No dudo de que, de vez en cuando, algún personaje diga algo que yo pienso o quiero decir, y es innegable que en algún episodio esté representado un momento de mi vida. Pero también lo contrario; que un personaje, una voz, una escena, una situación, sea la ficcionalización de mi deseo. La posibilidad de ser otra, en otro registro, en otra contingencia. De abandonar, por un momento, la pesada carga de ser siempre uno mismo, y ser-en-el-texto. Así es para mí el goce de la escritura, no muy distinto al de la niña importunada por sus tareas cotidianas cuando quería ser el gato con botas.
..Pero, al fin y al cabo, ¿para qué escribir una novela?, ¿para qué suscribirse en ese viaje tan largo de desenlaces tan imprevisibles? La novela como un viaje. No puedo resistir esa metáfora porque es la que me impuso mi propia experiencia, la que tuve cuando terminé mi primera novela. La sensación de haber realizado una travesía del mar, de haber llegado a la otra orilla, de haber sobrevivido el pasaje. De haber arribado no sólo yo, sino también mis personajes, de haberlos transportado en un barco de palabras. Así me pareció, así experimenté la alegría del que llega sano y salvo a un puerto desconocido. El desenlace de la novela, sea cual sea el que hayamos querido darle, es la culminación de la aventura, no de la anécdota. La anécdota tiene infinitas posibilidades, y siempre una puede dar lugar a otra. En ese punto final, también yo culmino una aventura personal. También escribo mi autobiografía y doy por terminada una secuencia de mi vida. Esa novela es también mi propio tránsito y no seré la misma después de haberla escrito. Pretendo decir con esto que, al comenzar una novela, quiero escribir el mundo, y al finalizarla, me he escrito a mí misma. Allí queda lo que he tratado de comprender, lo que he intentado rescatar del sinsentido; el mundo, se queda en el mismo lugar.
..En cualquier caso, he sido fiel a la niña de la que hablé al principio. Ella sentía sin poderlo poner en palabras que estaba perdida en una inmensidad de circunstancias, de imágenes, de personas, y que toda esa inmensidad también estaba perdida. Más aún, concibió un deseo inexplicable: que alguien hiciera una película con todo lo que ocurría, desde el principio, en el registro absoluto de todo cuanto existía, o ella pensaba que existía. Y olvidó ese deseo. Pasado el tiempo, se encontró a sí misma en la capacidad de poner en palabras lo que veía, lo que escuchaba, lo que pensaba, y lo que pensaba que los demás pensaban. Pero nada de eso conducía al registro absoluto, la niña había confundido registro con sentido, pensó que todas las cosas juntas hacían una historia y no era así. De esa inmensidad no quedaba casi nada y lo único que podía hacerse con ella era estar pendiente de recoger mínimas piezas que caían cerca, casi que por casualidad. Disgregadas ya no eran reconocibles, no decían nada, y por lo tanto, el trabajo era construir una escena otra donde ocurrieran, no en esta vida que transcurre todos los días, sino en la otra, la que pasaba en otra parte, en esa misma otra parte donde el lobo se come a los cabritos, donde viven Jo y sus hermanas, y un largo etcétera de acontecimientos invisibles. Allí pueden de nuevo ocurrir y el asunto es inventarles la ocurrencia.
..Esto ha sido de vital importancia para la niña en cuestión porque, no solamente la vida, fracturada en sus innumerables pedazos, pierde sentido. Ella, cuando sintió el pánico del desvanecimiento del mundo, no había sino percibido la mitad del problema. La otra mitad era mucho más aterradora y toma mucho más tiempo experimentarla. El mundo no se sabe si se desvanece o no, quien se desvanece es cada uno. La vida, a medida que pasaba, le fue pareciendo más y más inasible. Ella misma fue haciéndose inasible para ella misma. Necesitaba, pues, un personaje que le diera consistencia. Necesitaba un texto que le diera sentido. Y empezó a contarse una y otra vez su vida, ya no era una niña, por supuesto. La vida, contándosela uno mismo, se transforma en jornada. De resto, ¿qué quedaría que no fuesen acontecimientos aislados, sentimientos que según pasan resultan insólitos, imágenes sin rótulo? En cambio, convirtiendo al precario yo en protagonista, en la heroína de las aventuras, todo adquiere un sentido, un cierto sentido. Así, de una anécdota a otra, de un relato a otro, de una representación a otra, la protagonista va construyendo un trayecto de tantas circunstancias dispersas. Y de allí a escribir una novela, no hay más que un paso.

En:“Paisajes de novela”. En Poética de la novela. VV.AA. Caracas: Memorias de Altagracia, 1997