viernes, 31 de julio de 2009

Escritora, psicoanalista o al revés: el lenguaje como oficio

Releyendo el Exilio del tiempo en estos días para una próxima reedición compruebo algo que es obvio pero que, aunque siempre ha estado allí, se me hizo patente. Es una novela recogida desde la oralidad, del registro de lo hablado, de las conversaciones cotidianas. Otro tanto podría decir de Malena de cinco mundos, de Vagas desapariciones, de partes de Doña Inés contra el olvido y de Los últimos espectadores del acorazado Potemkin. Que cuando escribo registro lo escuchado tiene su origen en una perversión que cultivo desde niña: escucho las conversaciones ajenas. Escucho el tono, la manera en que las personas dicen las cosas, en el transcurso de los contactos de rutina. Cómo habla la señora de la farmacia, la cajera del automercado, las mujeres que van en el metro, las personas que hacen cola en la taquilla del cine, los que están en la mesa vecina en un café, y de ahí en adelante. Lo escucho registrando sus modos de comunicación, me interesa lo que dicen pero sobre todo la manera en que lo dicen. En el lenguaje delatamos la manera de ver el mundo, y más aún el mundo de cada quien. Esta curiosidad infantil, cuyo origen no tengo del todo claro, es el germen de lo que después se transformaron en proyectos de vida, en oficios incluso. El lenguaje como medio para comprender el ser y como espacio de revelación del ser. Esta premisa podría sostenerla como escritora o como psicoanalista, sería válida para ambos casos porque los dos oficios se sustentan en la fe en el lenguaje, en la convicción de que las palabras contienen la verdad. ¿Qué verdad?
La verdad no como ecuación entre la palabra y la cosa, sino como efecto de sentido, como revelación. No hay, por supuesto, una verdad sino múltiples sentidos y, por lo tanto muchas verdades. Me imagino que esa niña curiosa y algo intrépida en las conversaciones ajenas creía que escuchando a los otros podría comprenderlos. Y en cierta forma sigo pensándolo, aunque, por supuesto, el tiempo nos enseña que las personas no dicen siempre la verdad, pero siempre una verdad acerca de sí mismos. Al escritor o al psicoanalista no le preocupa encontrar la verdad única, y mucho menos la verdad comprobable empíricamente, sino construir la verdad. La verdad es una construcción, no algo que está allí y encontramos, sino algo que, precisamente porque no está, podemos construir con las palabras.
Esta posibilidad es lo que me parece sustenta la posibilidad de haber ejercido estos dos oficios sin experimentar demasiadas contradicciones interiores, aunque, desde luego, en la práctica se bifurcan y pueden ser incompatibles. Pero eso es más un asunto de logística, de tiempo, de estilo de vida que una escisión interior. Dentro de mí no encuentro una oposición o una imposibilidad en estas vocaciones pero indudablemente sí en el ejercicio práctico de ambas. De hecho, durante un tiempo cabalgué entre ellas hasta que la escritura fue tomando todo el espacio, del mismo modo que en un tiempo anterior la psicología fue tomando el espacio de mi inicial vocación literaria. A veces me parecen como dos vidas, en tanto comportan estilos diferentes, relaciones distintas, maneras especiales de vivir, y con frecuencia cuando debo elaborar un currículo no sé bien cómo incluir las actividades o los libros que pertenecen a uno y otro campo. No me gusta que los escritores me consideren una psicoanalista que escribe, de la misma manera que no me gusta que los analistas me consideren una escritora que fue analista. Pero, en todo caso, puede ser a veces inevitable y yo trato de defender una u otra identidad según el caso, aunque ciertamente, la identidad de escritora es la predominante desde hace ya un buen tiempo. Tengo, sin embargo, algunos libros híbridos, como por ejemplo El alma se hace de palabras que recoge algunos textos breves en los que transito por estas ideas acerca del lenguaje y la identidad que mencioné anteriormente.
Si bien el psicoanálisis y la escritura parten de la premisa común en cuanto al lenguaje como “la casa del Ser” (cito a Elisabeth Schön), se bifurcan poco después. El analista construye sentidos en función de una persona que pide su ayuda. Por lo tanto su registro está dirigido por los registro de ese individuo en particular, y su función, en última instancia, es curarlo. El escritor tiene a su disposición todos los registros que puede crear (también limitados por su propia individualidad) y su función no se reduce a un fin sino a la producción de una obra de contenido estético y no terapéutico. Pero ambos oficios producen sentido a partir del lenguaje y con el lenguaje. Su base común es que todo en ellos ocurre dentro del reino del lenguaje. El analista entiende al otro por medio de palabras, analiza su discurso, e interviene también exclusivamente con palabras, salvando que el lenguaje humano comporta elementos no verbales, pero igualmente significantes.
El analizado, dice Lacan, presenta una narrativa incompleta de su vida. El analista construye a partir de ella otra narrativa que llena los espacios del ser, aquello que el analizado no puede poner en palabras. Analizar es una forma de leer y de escribir muy particular porque es la lectura de los signos faltantes en el otro y la escritura de una nueva novela (Freud habló de la “novela familiar del neurótico”) con la cual ofrece una nueva retórica de los acontecimientos que produzca un efecto de sentido, un efecto de verdad (que dice Lyottard es un efecto estético, lo llama “anunciación” para referirse al efecto que produce el artista). El ser pierde su continuidad en lo que Lacan llama el “capítulo adulterado” (el sufrimiento, el desconcierto, el síntoma) y deja de leerse a sí mismo, deja de comprenderse. Esa sorpresa que lo perturba es lo que lo lleva al análisis, en búsqueda de que otro lea lo que él o ella han dejado de leer. El analista y el analizado en cierta forma intercambian relatos. Pero el analista no se enfrenta a una hoja en blanco (tampoco creo que el escritor) sino a un texto ya escrito (el inconsciente) que no puede ser borrado o alterado. Pudiéramos decir que el analista en cierta forma reedita. Ofrece nuevos sentidos a partir de lo escrito. Pero también los produce con el lenguaje. Sus palabras son su modo de intervención, así como sus silencios, de forma que la palabra escogida, la manera y el momento de decirla, forman parte del oficio. No contesta un procesador de palabras sino una persona que, al hacerlo, parte también no solamente de sus conocimientos sino de su mundo interior. Esto confiere al oficio una cualidad artesanal, que se aprende en los libros pero sobre todo de maestro a discípulo, y en cierta forma igual ocurre en la escritura, aunque en ella los maestros son múltiples y, salvo excepciones, desconocidos, viven en otros libros.
Para que todo esto ocurra el analizado debe aceptar un pacto similar al lector. Un pacto de lectura. Acepta que otro puede leerlo, si no es así falta la condición indispensable para que se efectúe el análisis, del mismo modo que el lector de una novela debe hacer un pacto con el autor de que creerá por un momento en las aventuras que le relata. Si no es así, no está frente a una novela sino frente a un objeto libro.
Ahora bien, ¿de qué modo estos dos oficios se han mezclado en mí? Lo más que puedo ofrecer es de nuevo una construcción que dé sentido a lo que trato de entender. Si una escritora parte de la escucha, del intento de comprender a los demás, y la vida en general, a partir de lo que otros dicen, su consecuencia me parece es que será una escritora realista. Mi imaginación siempre se dirige a construir situaciones que no han ocurrido (aunque a veces sí), pero pudieran ocurrir. A producir esas narrativas faltantes pero sin la preocupación de que hagan sentido para un individuo en particular. Creo que soy una escritora verosímil, y aunque en algunos textos todavía inéditos he tratado de transgredir la verosimilitud, de alguna manera siempre está. ¿Qué otras influencias podría encontrar de un oficio sobre otro?
Diría que el acopio de muchas vidas escuchadas. Una suerte de “banco de vidas” relatadas. Pudiera también decirlo a la inversa: como psicoanalista hacía uso del acopio de vidas leídas. En todo caso siempre llego a lo mismo: la búsqueda de armar un sentido partiendo de la narración. Ese acopio no me parece privilegio del conocimiento psicológico. Los novelistas son escritores que buscan novelas en las vidas, y tienen sus propias formas de construir ese banco de vidas. La mía fue esta tendencia a escuchar para comprender. Toda vida es novelizable. Toda vida es un relato faltante, con capítulos adulterados que invitan a reconstruirlos. Me gusta construir a los personajes como personas, imaginar sus modos de hablar, de actuar hasta identificarlos, hasta que yo misma crea en ellos, para que el lector los reconozca y también crea en ellos. ¿De dónde surgen? Indudablemente de personas que he conocido, como decía anteriormente, las personas que uno conoce en la vida aunque sea lejanamente. No surgen tal como son sino a veces cómo creo que les gustaría ser, o cómo pienso que hubieran podido ser. Uno circunstancias, situaciones, hasta que producen una vida novelizada. Al escribirlas vienen circunstancias, personas, imágenes que se mezclan en la escritura. Al final ningún personaje es un individuo en particular sino un mezclaje de muchos. Esa construcción es lo que da el toque personal de cada narrador. Una manera de concatenar situaciones hasta que produzcan una suerte de micro vida condensada. En pocos párrafos se puede contar la vida de una persona, ésa es la enorme potencialidad del lenguaje.
Debería agregar otra fuente de datos que ha sido y es muy importante en mi escritura: el cine. La posibilidad narrativa de la imagen es poderosísima, aún mayor que la de la palabra. Recuerdo una vivencia infantil muy temprana. Pensé, se me ocurrió, que me gustaría que alguien hiciera una película de todo lo que había sucedido en mi vida, de ese modo lo sabría. Choqué contra un obstáculo irreversible: si alguien hiciera una película con todo lo que había ocurrido en mi vida (creo que tenía unos siete años), la película tardaría otro tanto. Pensaba en términos de tiempo real e ignoraba las posibilidades de la condensación y de la elipsis. Sigo viendo muchas escenas que escribo, y trato de aprender de los cineastas. Encuentro en los filmes estrategias técnicas más novedosas que en las novelas porque el lenguaje de la imagen está en desarrollo, y, por el contrario, el lenguaje de la palabra es milenario y en cierta forma ha llegado a un agotamiento. En todo caso, lo que quería subrayar para finalizar es esta obsesión por la búsqueda de sentido a partir de la existencia, de la narración de la existencia, como la tradición en la que me inscribo. Y, sin embargo, empiezo a dudar de ella, a entender que el sinsentido es un producto fundamental del siglo XX, cada vez el sentido se escapa más de nuestro alcance, pero por ello mismo las personas siguen buscándolo, y supongo que yo también continuaré haciéndolo.




Seminario “Más allá de las disciplinas. Reflexiones teórico prácticas”.
Doctorado de Humanidades, Universidad Central de Venezuela.
02/02/2005