lunes, 26 de abril de 2010

La novena novela de Ana Teresa Torres (A propósito de La fascinación de la víctima)

....................................................................................................................POR: R.J.LOVERA DE-SOLA

Ana Teresa Torres nos sorprende en cada novela suya porque en cada caso nos ofrece una novela distinta, que exige otros parámetros de lectura. De la anterior Nocturama(Caracas: Alfadil,2006. 198 p.), una novela de la urbe perturbada por la violencia, pasamos ahora a su compleja novela policial La fascinación de la victima.(Caracas: Alfa, 2008. 368 p.) extensa narración, fascinante siempre, que si bien es una novela policíaca en todo momento porque en ella hay dos asesinatos y un policía que busca esclarecerlo, es también a la vez, simultáneamente, una novela psiquiátrica, una ficción de la Caracas de los cuarenta al unísono con la de hoy y además se desarrolla en ella una trama intelectual porque el que desata uno de los asesinatos es precisamente un novelista, Pablo Narval, seudónimo de José Eustaquio Cruz.
Sin duda Ana Teresa Torres nos sorprende en cada nueva novela suya porque en cada la autora de La fascinación…logra mostrarnos todo el amplio ámbito hacia el cual puede abrirse el género policial, casi sentimos que podríamos afirmar que Ana Teresa Torres nos dice que todo cabe en una novela policial, que su vientre es muy amplio.
Pero hay una novedad en La fascinación…el policía que exige este género no es en este caso el cálido miembro de un cuerpo policial, Boris Salcedo, personaje bellamente aboceteado por la autora desde su novela policial anterior, El corazón del otro(Caracas: Alfadil,2005.284 p.), sino la psiquiatra Elvira Madigan.
Y la psiquiatra como investigadora policial utiliza las dos grandes condiciones de aquellos en sus indagaciones: la suspicacia y la intuición. Y sabe siempre:”en una investigación no es bueno convencerse de nada, se deja uno encandilar por una solución y deja de ser otras cosas”(p.111)
Y es clave en una novela policial partir de lo que prácticamente debe ser su apotegma:”Es que en una investigación no es bueno convencerse de nada, se deja uno encandilar por una solución y deja de ver otras cosas”(p.111), como le indica Boris.
Como novela policial es sin duda verdad que al hacer la investigación el policía hecha “otra botella al mar”(p.129) en sus diversas indagaciones. Pero no siempre se logra, es lo más difícil, pese a la presencia aquí de la psiquiatra, que será el policía en esta ficción, “entrar en la oscuridad del alma”(p.362) del asesino, en los por qués de su acción. Es lo que dice Adriana ya al final, quien es quien propone la averiguación a su terapeuta,”Lo que descubrí fue, ¿cómo dijo antes?, la oscuridad del alma, la de mi padre, la de mi hija, y la mía”(p.363): ¿será así, es ello posible, nos preguntamos, se puede llegar siempre al meollo de todo o eso sólo es un imposible?
Adriana busca a Elvira, “No quiere una psicoterapeuta sino una psiquiatra criminalista”(p.116), “Paga por dos cosas, para saber más de sí misma y para saber más del asesinato de su hermana”(p.117) aquí está la complejidad de lo que se nos ofrece en La fascinación...
Mientras la trama que se va enredando desde que leemos: “Adriana…tendría que aceptar que nunca sabría por qué mataron a su hermana. Ni siquiera si quisieron matarla o si fue una equivocación”(p.43) hasta la verdad casi plena que vamos conociendo en la medida en que se desarrolla la narración. La verdad total nunca llega a nosotros, ni siquiera en los diversos pasos de la vida. A veces, como sugiere Elvira en su pasaje es mejor que esta no se conozca(p.282).
Así “la verdadera investigación es por qué Adriana necesita saber, sin caer en el lugar común de que todo agraviado quiere justicia. Adriana es mi objeto de investigación. Y si logro verla de esa manera haré de ella una verdadera paciente”(p.66) reflexiona Elvira Madigan. De allí su confesión “Doctora Madigan, comprenda mi situación. Quiero saber quien mató a mi hermana, quiero saber qué rezones pudo tener esa persona”(p.77). Por ello “De alguna manera me ha trasladado toda la angustia de la búsqueda, la frustración de no saber, de caminar en la oscuridad”(p.118), piensa Elvira.
Pero examinándolo todo Elvira se da cuenta que realidad busca una explicación más honda: el sucederse personal y emocional de aquella “otra persona que murió en el mismo acto, una joven llamada Sofía…La simultaneidad obliga a pensar que hay una relación entre ambas muertes”(p.136), la otra muerte es la del novelista Narval, otro hombre de vida sinuosa.
Novela de la decadencia se podría denominar a La fascinación… por la presencia de la agónica Adriana Budenbrook, su solo apellido ya nos habla del fin de una estirpe por su resonancia hondamente literaria, el clásico Los Buddenbrooks(1901) de Tomas Mann(1875-1955), con lo cual la autora, a través de lo intertextual, también rinde homenaje a su fervor por las letras alemanas las cuales siempre aparecen, al menos en los últimos tiempos, en sus ficciones. Pero también porque La fascinación… podría titularse también “Las Buddenbrooks” porque es la historia de Adriana y Sofía, madre e hija. Ambas parte de una familia considerada como “gente rara…siempre han sido gente rara”(p.125).
Y, claro, que el gran sustrato, casi el entretexto de La fascinación…,es el Macbeth(1605) de William Shakespeare(1564-1616), varias veces citado en la narración y evidente en uno de los crímenes, cometido con arma blanca, una daga(p.53) como en la tragedia del escritor de Stratford on Avon, el dramaturgo del teatro “El globo” londinense, fundado en 1599.
Ya hemos señalado que estamos ante una novela psiquiátrica, quizá esta sea la esencia más interesante de La fascinación…El policía, ya lo hemos anotado, es la psiquiatra. Pero al unísono ella trata médicamente a Adriana e intenta curarla(p.66-67) mientras investiga el por qué del asesinato de quien consideramos su hermana en el inicio de la novela, de la cual comprobamos, más adelante, que es su hija(p.116). Y no hay que soslayar al leer La fascinación… también la búsqueda casi impotente de Adriana cuyo padre abusó de ella, la embarazó y luego le arrebató la hija, la maternidad, al hacer pasar a la nieta, hija de Adriana, como suya. Así creció Sofía sin tener claras sus raíces y Adriana fue anímicamente derrotada, razón del hondo padecer que la lleva a hacer terapia.
Y cerca de Elvira siempre resuenan las palabras de su maestro en psicología, McLeod. En verdad investiga no sobre un asesinato sino sobre dos cometidos en la misma fecha, lugar y hora.
Y como novela psiquiátrica el sexo siempre está presente(p.73), de hecho es el desencadenante de las turbulencias que sufren sus dos protagonistas mujeres.
Hemos señalado que es novela psiquiátrica por el intento de recuperación de su hija Sofía que hace Adriana y por la inmensa forma en que está vulnerada por la violación que su padre Adrián le hizo, cosa que repitió con su nieta Sofía. Es un doble forzador y también asesino porque antes mató a su hija con una amante. O sea que Adrián, personaje maléfico si ha sido creado en nuestra novela en los tiempos recientes, hizo de su hija su amante, primera violación, cosa que repitió con su nieta, segundo estrupo.
Sofía es necesariamente objeto de la indagación psiquiátrico-policial que nos ofrece esta novela. Dice Adriana a la psiquiatra: “Sofía parecía encaminarse al perfil de la oveja negra. Alguien inconsistente con sus proyectos”(p.22). Y nos preguntamos: ¿podría ser de otra forma con aquellos antecedentes: identidad negada, se creía hija de quienes en verdad eran sus abuelos, más tarde fue violada por quien creía su papá quien en verdad era su abuelo?
Es por ello que otro testigo de la vida de Sofía va a decir: “La vi crecer, una muchacha muy complicada”(p.122). Y tan sensible, en medio de aquel laberinto, que llega a desear ser artista(p.123) e incluso a incursionar por las tablas, todo ello sin lograr nada porque sin duda lo que impera en ella son las desgarradoras preguntas existenciales. Y quizá son estas carencias, nos preguntamos, las que le llevaron a una tan intensa actividad sexual, cambiando constantemente de pareja. Hay quien la consideró promiscua(p.50) aunque un lector podría preguntarse sino no buscaba más bien en los roces de la piel, en el sabor del erotismo, compensaciones placenteras a sus dolores anímicos.
Y todo esto porque creció en medio del desorden del medio familiar. De allí lo que dice Xenia, su mejor amiga, una drogadicta, una paria como Sofía, a la psiquiatra: “¿La familia? No me hagas reír. ¡Qué familia! Sofia no tenía familia, salvo que te refieras a la bicha de la hermana. Era como yo, personas que han perdido a su familia, a su gran familia. El padre de Sofi era un tipo de plata, el mío también. Éramos hermanas, personas que nacimos en la familia equivocada. Además, ella decía que no era hija de sus padres. Quería saber su verdadero origen”(p.173). Esa búsqueda angustiosa es la esencia de la vida de Sofía, ello la lleva a tocarlo todo, casi siempre el mal y a la larga todo la lleva a convertirse en una asesina.
Y también su muerte va a ser una paradoja, inserta dentro de sus propias aventuras sexuales,“creo que quien mató a Sofía tenía una razón para hacerlo. Y necesariamente una razón personal. Y esa razón personal, cualquiera que haya sido, debe relacionarse con la vida de Sofía, con ella misma, de modo que sí, usted está en lo cierto cuando habla de los vericuetos de familia. Mi hermana entró en algún vericueto que la llevó a la muerte”(p.77) dice Adriana.
Y porque parte del laberinto en que se encontraba Sofía lo encontró expresado en “El hombre sin razones… la novela de Pablo Narval. ¿Qué era lo que había comentado? Algo sobre la identidad desrazonada”(p.145), obra en la que Sofía descubrió novelizada la historia de su familia, de su padre especialmente quien le había robado, era muy propio de él, una propiedad al novelista, quien de alguna forma se venga recogiendo los datos sobre aquel y contándolos en una novela en la cual Sofía se encuentra retratada, ¿por ello decidió matarlo y organizó el crimen?. Sin duda. En la novela de Narval quedaba expuesta y desnuda porque Narval, al llegar también a ser amante de ella en algún momento pudo penetrar en muchos detalles a la que una persona aguda puede comprender.
Y si hay una búsqueda también desesperada en esta seductora novela es la indagación angustiada de Sofía en busca de su verdadera raíz, ya que desde muy joven, si bien descubre que es hija a Adriana, la que creyó siempre su hermana, desea saber quien fue su progenitor. Este asunto, pleno de la psicología y del ser humano que requiere conocer su raíces, es también asunto que vemos reflejado en las páginas de La fascinación…una novela cuyo suceder se va enredando y retorciendo a lo largo de sus páginas hasta obligarnos a quedarnos pegados en nuestra butaca de leer con nuestros ojos sobre sus páginas hasta lograr llegar a su esencia, a su meollo.
La desesperación de Sofía, muchacha deshonrada por el padre, en verdad su abuelo, su búsqueda agónica también de su identidad porque no sabe quién fue su progenitor, su mismo desflorador, nos recuerda el también doloroso periplo que cumple otra muchacha violada en la tensa novela El daño.(Santiago: Alfaguara,1997. 230 p.) de la chilena Andrea Maturana(1969). Para nada estamos diciendo que El daño haya influido en La fascinación…sino que encontramos un paralelismo en las búsquedas de las dos muchachas, ambas violadas por el padre. También novela de lo femenino, es la homónima de la de la escritora austral, la escrita por el novelista mexicano Sealtiel Alatriste(1949) en la cual, bajo el mismo título de El daño.(Madrid: Espasa Calpe, 2000. 180 p.) nos quiso mostrar la historia de Franz Kafka(1883-1924) y su madre Julie Lowy, escribir “La carta a la madre” que el gran checo no escribió. También el praguense fue un ser lacerado, también por su incomprensivo padre.
Esta apelación a estas obras literarias las hacemos especialmente para mostrar como la literatura constituye una serie de vasos comunicantes entre los cuales las obras literarias se van interrelacionado unas con las otras. En este caso la novela de la Torres, las de la Maturano y la Alatriste por coincidir las dos primeras en la violación, la segunda en una madre, las tres en los universos de la feminidad que todo ser humano recibe.
Pedro el verdadero protagonista de La fascinación… es Adrián Budenbrook, padre de Adriana, abuelo de Sofía, porque aunque este muerto en el momento de transcurrir esta ficción son sus acciones las que desatan todo: su buena posición económica, su enfermo deseo de orden, el asesinato de la hija tenida con su amante, porque esa bebe rompía con el orden que él requería para vivir, para existir en la impostura por que es dentro de ella que él vive, después porque viola primero a la hija, es una violación así la hija no se oponga(p.297), y más tarde a la nieta quien cree que es su hija. Y aquí otra gravedad: Sofía cree que es hija de Adrián cuando es su nieta, así Adrián es a la vez su padre y abuelo y ella su supuesta hija, verdadera nieta y amante, toda una complejidad psicológica, un abismo, un laberinto para quien lo vive, quizá sin salida.
”Adrián, por el contrario, pensaba que, si uno amaba el orden y cultivaba el orden en las cosas, la belleza de la vida se desplegaba sola. Era si los hombres introducían actos y pensamientos caóticos cuando la vida se convertía en amargura y desolación para todos. Ordenar la vida era una tarea permanente, era más fácil dejar que las cosas ocurrieran de cualquier manera, pero después se lamentaban las consecuencias”(p.200): todo esto lo llevaba a ser el energúmeno psicológico que era, ¿o más bien el monstruo emocional, de los que eliminan a todos los que son diferentes a él?, a quien impone el orden que le agradaba al precio que fuera, aunque él rompiera con el supuesto orden que le gustaba, porque matar a su hija, seducir y poseer a la otra, Adriana, y violar a la supuesta otra hija, en verdad su nieta, era romper con el orden, con todo orden; también negarle la identidad a la nieta, a la que hizo pasar por su hija, es otra violación tan grave como la física: le niega su identidad, su pertenencia. Así Sofía fue “Una niña robada. Una niña despojada. O, mejor dicho, dos niñas despojadas”(p.260), dos porque Adriana también fue despojada de su maternidad al hacer pasar a su hija como hija de su mamá, Josefina Alfaro(p.226,252), quien a la larga será tan siniestra como el marido, al convertir, por obra de Adrián, a Sofía en hermana en Adriana,”si Sofía sabía que le fue ocultado su origen, su resentimiento contra el padre era grande; no era, en realidad, su padre. Eran unos abuelos impostores que le habían arrebatado a su madre para no perturbar el orden”(p.263). Y aquí esta otro hecho gravísimo: la siempre complicidad de la esposa de Adrián, madre de Adriana, quien ayuda a convertir la nieta en hija sin pensar en el daño que le hacía a su hija Adriana, sólo por complacer al tiránico marido. E incluso, podemos suponerlo por algunos pasajes, de alguna manera, Josefina sabía la verdad porque esas cosas no se pueden esconder, siempre emergen. Pero Josefina tapa la relación incestuosa que el marido lleva con su hija Adriana(p.300). Y en esto hay que tener en cuenta que Adrián lo que era en el fondo no era un hombre que deseaba existiera el orden del cual hablaba sino siempre hacer aquello que le satisfaciera a sus instintos: sexuales en el caso de la hija y nieta. El era “No solamente un abusador incestuoso, no, también un criminal, un filicida”(p.329).
Y delincuente también en los negocios como cuando por robó al novelista Narval, hecho que precipita los sucesos que vemos sucederse. Y es por ello que Sofía en su búsqueda desesperada por lograr conocer quien era su padre busca a Narval al darse cuenta que en una de sus novelas aparece Adrián y la historia de su familia porque el novelista “podía contarle muchas cosas de aquel hombre que le quitó la oportunidad de ser escritor, y que sólo recuperó porque un dios inefable quiso devolverle su destino”(p.343).
Es por esta razón que aquello que llamamos la novela psiquiátrica a nuestro entender es lo más hondo, decisivo que encontramos en La fascinación…
Hay una observación muy importante que leemos en las páginas finales de esta novela: “El orden es la belleza del mundo. Salvo que no puede imponerse…El quería el mundo como su voluntad y terminó siendo un asesino. Sofía era como él, quería que el desorden quedara oculto y fue capaz de matar por eso…la venganza no recupera el orden, introduce un nuevo desorden”(p.368) como se lee en la última página. Es por ello que Sofía organiza el asesinato del novelista que conoce la verdad del desorden de Adrián y por lo tanto la causa de sus hondos sufrimientos. Pero cae ella misma, en el mismo momento y lugar, pagando por otras de sus acciones. Pero quien la mata, con una daga, como en Macbeth de Shakespeare, también tenía razones para eliminar al novelista. Por ello son dos crímenes paralelos.
Y finalmente está el otro asesino, el que elimina a Sofía, tambien escritor, Tomás Orozco, a quien Narval a cuya familia Narval le había hecho daño y también él no había apoyarlo como creador. Es él también quien asesina a Sofía quien había sido su amante y cuyo matrimonio terminó por culpa de ella quien hizo conocer públicamente su relación con él.

Julio 24,2008

lunes, 5 de abril de 2010

Ficciones del despojo. Notas para una investigación inconclusa

Esta conferencia, con variantes, ha sido presentada en diferentes ámbitos: el Instituto Cervantes de Nueva York (1997), el Coloquio de Narrativa de la Universidad del Zulia (1998) y la Louisiana Conference on Hispanic Languages and Literatures (1999)


Dice Borges en “Funes el memorioso” que recordar es un verbo sagrado, y la memoria, un vaciadero de basuras. La tarea del que recuerda es similar a la de quien hurga en el vaciadero de lo inútil, lo desechado, lo residual. Se entra en ese basural a recoger lo que han dejado allí para dignificarlo, para darle un lugar honroso, para vivificarlo. En ese sentido, es sagrado. Pero, ¿de qué materia son los residuos de la memoria contemporánea?
Estamos en presencia de un fenómeno que todos conocemos porque surge en nuestra experiencia inmediata: la simultaneidad e instantaneidad de los acontecimientos. Es un efecto de la tecnología que nos coloca de manera distinta frente al tiempo porque nos permite percibir simultáneamente lo que ocurre o ha ocurrido en forma distante y discrónica. Ya no se trata de reivindicar nostalgias que nos sugieran otra manera de pasar el tiempo, nos encontramos frente a un fenómeno dado, al menos para quienes vivimos en la civilización occidental o a sus orillas. Es otra manera de situarnos, de pensar, de sentir. Esa nueva sensibilidad ha encontrado su expresión en los creadores de narrativa de hipertexto multimediático, pero, para los escritores –llamémonos tradicionales- plantea un reto porque el lenguaje simbólico, el lenguaje de la escritura, solamente comprende tres dimensiones.
Podríamos aquí dividirnos entre escritores que piensan que escriben acerca del presente, otros acerca del pasado, y los cultivadores del género de ciencia-ficción. Y sin embargo, pareciera ser lo mismo en tanto las barreras de las tres dimensiones temporales se han desvanecido. Se puede escribir una novela de ciencia-ficción con ambiente medieval -de hecho muchos video-juegos tienen esa característica-, o se puede escribir una novela histórica discrónica, como por ejemplo, Denzil Romero que llevó al eminente general Francisco de Miranda de paseo por el Village del Nueva York de los setenta; y en mi caso personal, en la novela Doña Inés contra el olvido, obligué a una honorable señora colonial a ver cómo hacían esquí acuático en los canales de Barlovento. Los novelistas podemos modestamente traspasar estas dimensiones del tiempo, desde que éstas han comenzado a cambiar en el mundo o transgredir las estabilidades de la identidad como ocurre en la novela de José Balza, Después Caracas. Dicho de otra manera, el problema de una novela no es, como lo fue, producir una dimensión temporal dentro de su estructura, el problema ahora es qué hacer con un tiempo simultáneo e inmediato, que parece infinito.
¿Cuál es el efecto de esa manera de transcurrir el tiempo? O mejor dicho, ¿cuál es el efecto que me interesa como escritora? Un efecto de despojo. No bien presenciamos el acontecimiento, éste se ha desvanecido, y hemos quedado despojados. Despojados no es igual a ignorantes. En mi imaginario de lo que haya sido la vida en épocas anteriores, supongo que cada persona tenía en su corta existencia una escasísima posibilidad de ser espectador del mundo. Analfabeta, aislado geográficamente, sin otros medios de comunicación que la visita de un viajero ocasional que podía o no pasar de largo por aquella aldea, ¿qué sabía del resto del mundo ese habitante? Lo ignoraba. Pero este fenómeno del que hablo es precisamente lo opuesto: saberlo todo. Somos como Funes, los predestinados a tener una percepción absoluta, una información total, y como tal cosa no es posible, sufrimos el despojo de que la existencia transcurre ante nosotros, pero tanta y tan rápida, que no sabemos de ella. Apenas nos toca, nos abandona.
Frente a esto, el novelista tiene una tarea muy lenta. Escribir una novela es muy laborioso, muy inútil si se quiere. Toma años, si medimos desde la gestación de la idea inicial hasta la publicación, y más si incluimos el tiempo de experiencia vital que en ella va incluida. Así que muy probablemente, cuando una novela llegue a los lectores, el presente de quien la escribió, es ya pasado. Milagros Mata Gil me decía que le gustaría escribir una novela de ciencia-ficción, pero temía que cuando estuviera publicada, ya no sería, seguramente, ficción. Decididamente, el novelista no puede estar corriendo detrás del tiempo porque pierde la carrera seguro, ni puede aferrarse a la pretensión de asir el presente porque esa presencia es demasiado efímera, y hasta el futuro se le escapa.
Podemos escribir desde cualquier lugar, desde cualquier momento, y esa libertad produce vértigo, caer en ese abismo como el que define Borges en la memoria absoluta de Ireneo Funes: producir un inútil catálogo mental. Ese es para mi modo de ver el mayor riesgo de un novelista contemporáneo, la sensación de que cualquier cosa puede escribirse, de que cualquier tema es igualmente válido o banal, de que cualquier perspectiva es tan legítima como insuficiente. El novelista necesita rescatarse de esa banalización que nos envuelve para encontrar al menos un campo de sentido que no sea solamente el de contar historias.
Uno de ellos es la Historia con mayúsculas. La escriben, primero, los que pueden escribir, y segundo, los vencedores. La Historia grande, la historia oficial, está escrita por hombres. Creo que eso es bastante claro. El problema es que la Historia la hacen los hombres y las mujeres, aunque éstas suelen tener una aparición mucho más discreta en los créditos. El problema no se mitiga escribiendo una novela en la cual la protagonista sea una heroica y maravillosa mujer. No, no tiene nada que ver con eso. La Historia de la que estoy hablando no es la de las batallas, ni la de las independencias y revoluciones, a las que tan aficionados somos los latinoamericanos. La Historia es ese tejido social que atraviesa la reproducción y creación cotidiana de la vida que ocurre todos los días.
Lo cotidiano, cuando aparece en las novelas escritas por mujeres, no recibe el honroso calificativo de histórico sino de “costumbrista” o “íntimo”, y de allí a declararlo banal e intranscendente no hay más que un paso. A juzgar por muchos libros de historia, la vida no era más que el día aquel de la batalla gloriosa, de la proclama incendiaria, y hoy, sería el día en que el FMI firma el préstamo de ayuda o algún presidente el tratado de paz con los incómodos insurgentes que no se dan cuenta de lo bien que marcha todo. Por eso, es historia de dominio en la que se resaltan los hechos dominantes.
El caso es que en la Historia con mayúscula las mujeres generalmente aparecen a causa de ser madres, esposas, hijas o amantes del personaje en cuestión. Lo que la mujer crea en términos de cultura, con frecuencia es, si no negado, minimizado. No estoy sino recalcando algo sabido pero que me permite llegar a donde quiero ir, es decir, a la perspectiva de la mujer escritora cuando enfrenta la memoria histórica. Se sitúa en una doble marginación. La primera es la de situarse en la perspectiva de la escritura, que es, como dije al principio recordando a Borges, la de ir al basural de los residuos. Porque quien escribe novelas no puede centrar su interés en contar de nuevo los hechos reseñados por la historiografía, lo que sería una repetición absolutamente inútil. Si va al basural, va buscando los desechos, los escombros, los desperdicios. Y va buscando darles un sentido. Va buscando una cierta verdad. No una verdad verdadera, sino una verdad de reconstrucción, una verdad de sentido, una verdad estética.
Escuché una vez a Laura Antillano comentar que las mujeres miramos de lado. Esa mirada de lado es la del niño del cuento de “El Rey está desnudo”, la mirada que puede ver lo que no se ha dicho, lo que se ha ocultado, siendo a la vez tan evidente. La segunda perspectiva de la mujer como actor social es que, por partir de una condición excluida en el discurso, no aparece en la historia con representación propia, y ello le permite meterse por otros caminos, ver los acontecimientos desde esa mirada oblicua que tiene el sujeto que no es protagonista. Esa condición le permite contar otra historia, dar otra versión porque el punto de mira es distinto. Ver desde otro lugar y ver otras cosas. Stefania Mosca, desde la perspectiva del sarcasmo y lo grotesco, ofrece esta mirada de la oblicuidad de una manera radical en su novela “Pequeño mundo”.
La mujer, en el proceso de ocupar un espacio propio en el discurso social, tiene que partir de un lugar históricamente negado, y por lo tanto, olvidado. Su nostalgia, por lo tanto, no es la recuperación del paraíso perdido, sino, por el contrario, la constatación de una carencia como sujeto simbólico, en la que reconoce la precariedad de los otros. Más que para establecer la crónica de la intimidad, la mirada de la mujer contemporánea me parece entrenada para observar el vacío, la negatividad, la distancia entre lo declarativo y manifiesto con respecto a lo implícito y latente. Acostumbrada a no creer en un discurso que la excluye, a saber percibir constantemente que su representación está ausente, aprende a descifrar la parodia, a no hacerle mucho caso a la fanfarria. Tiene una mirada iconoclasta porque sabe que la estatua es siempre fálica. Es una manera de mirar y probablemente una manera de recordar.
Si hay “maneras” de recordar, si la memoria no es un hecho dado y compartido, ¿cómo es la memoria venezolana? ¿Qué registros utiliza? ¿Qué caminos atraviesa? Los venezolanos, cuando incursionamos en el tema de la recuperación, no enfrentamos la amnesia que divide la historia en dos, antes y después de la dictadura, mediante el olvido decretado, como puede verse en los países del Sur. Una novela emblemática de la recuperación de este tipo de amnesia podría ser Los planetas de Sergio Chejfec; aun cuando escrita en Caracas, su memorialización se dirige a ese hueco del registro, incluso corporal, que dejan los desaparecidos. Hasta ahora, los venezolanos contemporáneos –y me atrevería a extenderlo al pasado- no hemos sufrido los cortes en la continuidad histórica que producen los regímenes totalitarios, ese “aquí no ha pasado nada”, propio del terrorismo de Estado. Por otra parte, la dictadura de Marcos Pérez Jiménez -entre 1948 y 1958- tampoco puede considerarse un corte del hilo histórico, sino más bien lo contrario, una continuidad del caudillismo decimonónico. Pérez Jiménez es un coronel cuando insurge en 1945 contra otro general andino, Isaías Medina Angarita, siguiendo la tradición caudillesca por la cual un jefe se levanta contra otro, en la medida en que ha acumulado suficiente poder para ello. Lo que ocurrió, en ese año, fue que la insurrección cívico-militar que derrocó a Medina, dio lugar a un gobierno civil, conocido como “el trienio”, ya que solamente duró hasta 1948, fecha en que fue derrocado el presidente y escritor, Rómulo Gallegos, por Pérez Jimenéz, entonces general.
La dictadura perezjimenista no impuso una amnesia contra una cultura democrática anterior, puesto que no la había. No se propuso olvidar lo pasado y volver a empezar, pues de hecho el pasado ofrecía más bien dictaduras, generalatos, tutelas militares. Se propuso modernizar el país, siguiendo ideas nacionalistas y militaristas, no muy distantes del positivismo del siglo XIX. Su lema fue el “Nuevo Ideal Nacional”. Hubo, desde luego, torturas, cárceles, represión popular, exilios, pero la finalización de ese período dictatorial no dejó un saldo de amnesia, o de ruptura del país. Por el contrario, el fin de la dictadura se consideró el gran momento de unidad nacional en la que todos los partidos y todas las clases sociales coincidían, incluyendo al propio Ejército, quien fue, finalmente, el actor que le dio el golpe de gracia al régimen. A diferencia de otros países donde los gobiernos han querido borrar la tragedia nacional ocurrida durante la dictadura, en Venezuela los gobiernos subsiguientes, que fueron los primeros gobiernos democráticos de la historia, por el contrario, insistieron en la memoria de la dictadura, en la exaltación de sus horrores, y del heroísmo popular, uniéndolos en el imaginario de la identidad nacional a la larga dictadura histórica de Juan Vicente Gómez (1908-1935) con la que puede haber similitudes, pero desde luego, también importantes diferencias por tratarse de períodos muy distintos.
Lo que pretendo señalar con estas referencias es que los procesos venezolanos contemporáneos difieren bastante de otros casos latinoamericanos y que, por consiguiente, los procesos de desmorialización y rememorialización son también diversos. No hay un corte profundo, una amnesia totalizante sobre un determinado momento histórico, no hay un país que de pronto se ve roto en dos, y que por lo tanto, se ve obligado a olvidar una de esas mitades.
Para nosotros, que desde 1958 hemos vivido en democracia, hoy amenazada, los problemas de recuperación han sido otros. Tienen más que ver con la perforación de la memoria, con la presentación y borradura de los acontecimientos que impide la reflexión sobre los mismos. Con la simultaneidad e información que permite un régimen democrático, pero también con la posibilidad de vaciamiento semántico de lo informado. Nuestra memoria es, más bien, una memoria perforada, un telón sobre el que se van abriendo huecos que erosionan, perforaciones en las redes de comunicación social.
Quizá por ello, la escritura, como uno de los posibles escenarios en los que se plantea la recuperación, no ha procedido en nuestra novelística reciente por la vía de la denuncia o de la presentación de hechos históricos concretos. Ha seguido más bien un trabajo de tela de araña, de pequeña excavación, de recuerdos mínimos -falsos o ciertos- de representaciones de época o personajes -históricos o ficcionales-, de reflexión interiorizada de lo que fue, o de lo que pudo ser. Como escribe Carlos Noguera en su novela Juegos bajo la luna, “si la memoria adolece de esa fragilidad, entonces la literatura sería una falsificación con derecho…una falsificación que invadiría el lugar de la vida, al menos de la vida que fue”. El novelista se sitúa como el testigo angustiado de un desmoronamiento semántico, como si temiera la pérdida, no de lo ocurrido que pertenece al pasado, sino, precisamente, del mismo presente despojado.
Por otra parte, el discurso histórico ha sido sustituido en la contemporaneidad por los informativos, el reality show, el docudrama. A veces nos preguntamos si son verídicas las escenas de catástrofes y crímenes televisadas o parte de un video de horror cuya finalidad es sacar a los espectadores del aburrimiento a que los somete la vida cotidiana. Resumiré un ejemplo de cómo se desmemorializa relatando mi recuerdo de una noticia de un informativo de televisión que produjo un programa especial para reseñar un hecho de violencia en la ciudad de Caracas ocurrido unos meses atrás .

1. Las imágenes de la TV nos dan la noticia de un asalto en una céntrica cafetería. Vemos primero a los asaltantes vivos entrar en la camioneta de la policía. Luego los cadáveres de los asaltantes, que, evidentemente, han sido muertos por los policías. A continuación el cadáver de una mujer policía que murió en el asalto disparada por los asaltantes. Después, entrevistas de calle: “¿Qué piensa Ud. de lo sucedido? ¿Quién tiene la razón, los asaltantes o los policías?” Luego, entrevistas a familiares de ambos bandos: de la mujer policía muerta y de los asaltantes.
2. La periodista, conductora de un conocido talk show, da un conmovido pésame a la familia de la mujer policía muerta, y a continuación, en tono ligero dice, “vamos a comerciales”.
3. Un panel de expertos comenta el horror de lo ocurrido. Nuevas imágenes de los cadáveres de los asaltantes, muertos por la policía en la patrulla, y el de la mujer policía que -ahora nos informan- murió porque no llevaba chaleco antibalas.
4. Acto seguido, la periodista invita a los televidentes para el día siguiente en que “sí vamos a tener un programa que es una fiesta, nos visita Juan Gabriel, y va a ser un programa cheverísimo para toda la familia”.

Esta modalidad que no es sino la copia del estilo común de los noticieros internacionales, deja en el basural de los residuos toneladas de acontecimientos sin sentido, despojándonos de la historia que transcurre todos los días y situando al ciudadano en la posición de espectador fragmentario que no puede interpretar su tiempo porque no sabe si ha presenciado una escena de violencia, de la cual todos somos protagonistas, víctimas y victimarios, o simplemente el anuncio de que pronto podrá escuchar a un famoso cantante y olvidar así preguntarse qué nos estará pasando cuando asaltan céntricos establecimientos a la luz del día, y los policías toman la decisión de ejercer por su mano la justicia. Por este acceso es que me parece interesante escribir contra el olvido. Volver sobre lo sucedido para ver si en los intersticios aparece un sentido: la única sede más o menos segura de una novela. Allí todavía queda algo por hacer.

En:A beneficio de inventario. Ana Teresa Torres, Caracas: Memorias de Altagracia, 2000.

Entrevista con Carmen Boullosa


La novelista venezolana Ana Teresa Torres, tan narradora—o fabuladora—como intelectual (y en esto tan típicamente latinoamericana, lo sabe el lector americano que ha leído a Borges y a Bolaño), nace en Caracas, en 1945. Es psicóloga por la Universidad Católica Andrés Bello y ha escrito libros relacionados al psicoanálisis, tales como El amor como síntoma (1993) y Territorios eróticos (1998), entre otros. Una de las escritoras contemporáneas más establecidas de América Latina, recibió por su novela Doña Inés contra el olvido el Premio de Novela de la Bienal Mariano Picón-Salas y el Premio Pegasus de Literatura, con el que ésta se tradujo al inglés (traducción de Gregory Rabassa y edición en Grove Press, en 2000). Por el conjunto de su obra recibió el Premio de la Fundación Anna Seghers de Berlín. Cito un pasaje de su ensayo “Paisajes de novela” antes de hacerle la primer pregunta: “No podría hablar de mi relación con la novela sin relatar mi encuentro con ella, y ya de una vez he iniciado el tema: para pensar en algo necesito incorporarlo en una narración, historiarlo como suceso, incluirlo en el tiempo; pero, ¿en qué tiempo se lee o se escribe una novela? Más allá de esas horas concretas que señala el reloj, ¿en qué dimensión nos encontramos, cuando estamos allí, dentro de sus episodios? No tengo, por supuesto, una respuesta. Estoy repitiendo la misma pregunta que se hacía una niña: esto que estoy leyendo, ¿cuándo pasa? Esto que dice aquí, ¿dónde ocurre? La infancia es el momento en el que se proponen las incógnitas que nunca llegaremos a comprender. Los adultos, por el contrario, preferimos hacernos preguntas que tengan respuestas”.





Carmen Boullosa En mi generación, y en ese círculo cerrado en que me formé, los escritores llegábamos al oficio vía directa por la pasión literaria. No recibimos entrenamiento en ninguna otra profesión. Medianamente nos fuimos entrenando en otras artes. Siempre me ha intrigado tu caso, desde que comencé a leerte, porque, a pesar de las distancias—llamémoslas el Canal de Panamá, si te parece—, te encuentro muy cercana. Pero tú tienes un entrenamiento no literario. Eres psicóloga, además de escritora. Has escrito: “Tengo la impresión de que escucho hablar a los personajes. No podría decir si es un hábito, un método adquirido a partir de mi oficio de psicoanalista, o al contrario, si llegué a ser psicoanalista por haber desarrollado el hábito de escuchar. En todo caso, confieso que la niña de la que vengo hablando ha tenido siempre la mala costumbre de escuchar conversaciones de extraños en cualquier parte, un café, un autobús, la cola del cine, una sala de espera. Me interesa cómo habla la gente, qué expresiones utiliza, qué cuenta, cuáles historias pueden inferirse de un fragmento de su conversación, qué hipótesis acerca de sus vidas pueden derivarse”. En esto le queda claro al lector por qué elegiste estudiar psicología. Quiero preguntarte, ¿cómo entraste a la novela? ¿De qué manera se entrelazan tus dos profesiones?

Ana Teresa Torres Hace ya 15 años que no ejerzo la profesión de psicóloga, pero creo que entre el psicoanálisis, que es la especialidad que yo tengo, y la escritura hay unas cuantas referencias. Principalmente, el hecho de que el psicoanálisis es un método basado exclusivamente en el lenguaje, en la posibilidad de escuchar el relato del otro como un texto que debe ser comprendido, y de alguna manera versionado para ser devuelto con otros sentidos. Y también en una cierta actitud frente a eso que llamamos “la realidad”, es decir, una manera de ver y oír para comprenderla, que no es otra cosa que darle un sentido que nos permita accederla. Todo eso es producto del lenguaje, de la relación humana como narración. Parto de la idea de que la identidad no es otra cosa que una narración que hacemos de nosotros mismos, y que se origina en la narración que otros hicieron de nosotros. Entonces, cuando escribo, me sitúo ante un mínimo fragmento de la realidad que capta mi interés, una historia, una anécdota, una situación, y a partir de allí busco crearle un sentido que se va a desarrollar en el texto. Un sentido que de entrada yo no conozco, y que confío en la escritura como la vía para alcanzarlo. Así he llegado a la mayoría de mis novelas. Te pongo un ejemplo con la primera de ellas, El exilio del tiempo (1990):

El día en que abandonamos la casa, subí al cuarto de mamá antes de salir, las ventanas estaban abiertas y la cortina de voile, inflada por la brisa, se escapaba entre las rejas como una mano desplegada por alguien que la arrojara al tiempo.
Esa frase es la última de la novela, pero, en realidad, es la imagen inicial que dio origen a todo el texto. La imagen con la que yo veía el desprendimiento de la casa de mi infancia.

CB Entiendo tu argumentación, como novelista el lenguaje es mucho más importante que los silencios—diría que para el poeta los silencios, o las palabras que no necesariamente narran, las que sólo evocan, sugieren, o las que de plano son despalabras suelen ser más ricas que las que conducen directamente a, digamos la palabra (aunque, debo aclarar, la fuerza de tu prosa está, no sólo en su belleza, sino en lo no dicho, en su capacidad por dejar abiertos esos espacios donde no puede entrar el lenguaje o la explicación verbal del mundo). Quiero continuar con mi pregunta: ya que la palabra fue lo que te aficionó (o a lo que te aficionaste), ¿por qué elegir la literatura, y en ésta la ficción y la novela? ¿Por qué no concretarte al imaginario real de personas de carne y hueso, a lo que tú llamas “la narración que otros hicieron de nosotros”? ¿Qué tiene el género para ti hoy, y qué ha tenido, que te llama y es “tuyo”?

ATT La literatura viene para mí desde una niña lectora que encontraba en los cuentos una suerte de realidad paralela, algo que sin existir en mi vida, yo suponía que debía existir en alguna parte. Ese convencimiento que yo tenía acerca de los primeros cuentos infantiles, es decir, que no los pensaba como una ficción, ya que eso es un concepto adulto, sino como “algo” que estaba ocurriendo en “alguna” parte, en un lugar al que yo pensaba que accedería “algún” día, creo que es mi entrada en la literatura. Estoy pensando en el popular cuento de los hermanos Grimm, “El lobo y los siete cabritos”. Tengo un comentario sobre el recuerdo de esa lectura que quizás ilustre bien lo que quiero decir en el ensayo “Paisajes de novela” que aparece en Poética de la novela (1997):

Debe haber sido una larga tarde aburrida de hija única. Estoy sola, en la absoluta compañía del libro de imágenes que me han regalado. Es de tapas de cartón, con grandes ilustraciones a color. La narración me sumerge en un estado de pánico, no hay demasiada diferencia entre los cabritos que el lobo devora y yo. Quisiera gritarles que no abran la puerta, decirles que el lobo miente cuando se hace pasar por otro, soy el testigo impotente ante un crimen, ante la violencia, ante el engaño. Creo firmemente que aquello que ocurre es verdad. Tan verdad como la luz que se filtra a través del plástico verde de las persianas. Intento tapar la cabeza del lobo que muestra sus colmillos de los que cae una gota de saliva. Pongo mi mano y el lobo desaparece, la retiro y de nuevo está allí, sin duda mirándome. Continúo con la narración y finalmente el terror cesa. He sido recompensada. El cuento termina bien. El lobo es descubierto, los cabritos se salvan, su madre vuelve; la mía entra en la habitación y me pregunta si he dormido la siesta.
Me parece que esa mirada marca mi escritura en tanto escritura realista, no porque ocurre sino porque escribo con la convicción de que podría ocurrir. La ficción pura de alguna manera me cansa, y además no estoy segura de que exista. Aun en el relato más fantástico me parece que pueden encontrarse las referencias de donde surgió. En fin, si comencé a escribir fue porque era una lectora que quería hacer aquello que tanto disfrutaba, y sin duda, mi interés estaba en la narrativa. Comencé, como muchos novelistas, escribiendo cuentos pero después de mi primera novela, prácticamente abandoné ese género.

Lo que hoy es para mí la novela es la posibilidad de crear y creer en otras vidas, en otras alternativas para la limitación que es ser cada uno de nosotros. Escribir novelas es una manera de ser otra, de vivir en “otra” parte. Lo resumo así en “Ser muchas personas a la vez” en Por qué escriben los escritores (2005):

La posibilidad de trazar escenarios diversos y colocar en ellos a los personajes que nos representan en nuestra variedad. No porque sean partes nuestras sino porque son las posibilidades que no continuamos, aquellas por las que no avanzamos por tantas razones, o simplemente porque eran demasiado o totalmente ajenas. Escribiendo esas barreras desaparecen y podemos concebir las situaciones que por un instante deseamos… Pero la escritura, y particularmente, la narrativa, nos da esa licencia, ese don de coexistir en el espacio y en el tiempo.
Eso me llama de la novela, como lectora y como escritora. Ahora bien, preguntas qué es mío en eso y no sé muy bien responder. Quizás la posibilidad de imaginarme otras vidas, a partir de la observación curiosa, y luego tratar de comprenderlas, encontrarles sentido.

CB Has escrito que: “la memoria no es un hecho de comprobación ni un archivo de verificaciones. […] ¿Cuánto hay de verdad verificable en la reconstrucción de la memoria? ¿Cuánto hay de ficción inexistente en la invención? […] Probablemente, cuando creo estar recordando, estoy inventando, y donde creo inventar, recupero una vivencia olvidada”. En esta cita tuya está clara tu relación con el olvido y la memoria, la Historia y su reescritura: ¿qué arena es la novela en medio de esos debates? Lo digo especialmente por Doña Inés contra el olvido (transcurren en ella 300 años de vida de una familia venezolana) que puede ser leída como la novela de Venezuela, de una parte de la Historia venezolana.

ATT Durante un tiempo pensé que la novela podía reescribir la historia en su sentido oficial de relato nacional, y aportar otra mirada. Probablemente eso sea así pero hoy la veo como un lugar más de los muchos en los que se puede encontrar materia de escritura. Puede ser historia pasada, como en el caso de Doña Inés contra el olvido, para la que tuve que leer muchos libros de historia, o historia en progreso como Nocturama, para la que me bastaba leer la prensa, y sobre todo leer lo que ha sido la vida de los venezolanos en estos años, leyendo en mis propias vivencias, que no he podido descartar de mi memoria de estos años de confrontación política aguda que vive Venezuela, y que más allá de las posiciones de cada quien son parte de nuestra historia. Son imágenes de violencia que llevé a la novela, por ejemplo: la muerte de una adolescente en una plaza, bajo los disparos de un demente, y la marcha de su entierro que acompañamos un enorme grupo de personas, en absoluto silencio, mientras alguien, desde un edificio, tocaba con trompeta el himno nacional; las balaceras en los edificios abandonados e invadidos; las arremetidas de gases tóxicos contra los manifestantes; los indigentes que viven en las riberas del río Guaire, bajo las autopistas; e incluso, la anécdota principal del protagonista, que despierta sin saber quién es, como ha ocurrido en muchos casos de personas que son drogadas para luego robarlas o matarlas. No es una novela histórica, pero se asienta en lo que es la historia presente, o mejor dicho, la compone ficcionalmente al unir hechos dispersos.

La Historia es una versión que imaginan los historiadores de oficio, y la novela histórica, o basada en hechos históricos, es una versión imaginada por los escritores de oficio. A pesar de que muchos críticos me han catalogado como una novelista de la memoria, más bien veo la memoria como una instancia sumamente frágil, y en constante reedición. Nada de lo que recordamos es como fue, y ese mismo recuerdo se altera según pasa el tiempo. En otras palabras, historiar o novelar vienen siendo estrategias para crear imaginarios sobre el pasado, y esos imaginarios son necesarios, de lo contrario, el pasado quedaría vacío, y parte de nuestra identidad también.

CB ¿En algún sentido te incomoda que califiquen a tu Doña Inés como una novela histórica? ¿Cómo la describirías tú? ¿En qué medida esta novela, que tiene como subtrama la historia de Venezuela, es en estricto rigor una novela histórica? ¿En qué medida no, y consiste sólo, desde tu punto de vista de autora, en la historia de una familia en particular?

ATT Ciertamente es una novela histórica, o por lo menos así ha sido clasificada, y no creo que deba discutirlo. Creo que cumple con las reglas del género. Ahora bien, si es una historia familiar o la historia nacional, me parece una pregunta interesante. Desde luego, la concebí como una historia familiar, de modo que la Historia fuera, como muy acertadamente dices, una subtrama. Aparecen los grandes personajes de la historia venezolana pero siempre en un lugar secundario, como si fueran un telón de fondo, y en primer plano los protagonistas ficcionales de la trama novelesca. Esto es algo deliberado. Me cansaba, y ahora más que nunca, el endiosamiento de nuestra historia, y la precariedad con que han sido tratados los seres ordinarios que son, finalmente, quienes han construido el país. En la novela intenté una suerte de fresco en el que aparecieran esos personajes en sus distintas clases y castas, en sus litigios, sus enfrentamientos, sus odios y fidelidades, y para ello la estrategia de una saga familiar era muy útil porque me permitía enlazar hechos, mantener temáticas, y también dar cuenta de su desenvolvimiento a lo largo del tiempo.

En la medida en que la novela ocupa un extenso período de tres siglos, era necesario vincular algunos de los hechos fundamentales de la historia venezolana. Esto se relata en la novela a través de las posesiones que tiene la familia de la protagonista, mediante la narración de la destrucción de sus haciendas en la guerra independentista; su posterior reconstrucción parcial a mediados del siglo XIX; la expropiación por parte de algún gobierno de finales del siglo XIX, en la decadencia de la economía del cacao; y la venta pactada a finales del siglo XX entre uno de los descendientes y el alcalde de la región, cuando ya las tierras no tienen valor agrícola sino turístico. Otra temática importante es la incorporación de las clases dominadas de la colonia a la vida democrática de mediados del siglo XX, que se narra a través de una saga paralela a la de la familia propietaria. Es la saga de la familia esclava, que progresivamente va entrando en el mundo ciudadano, adquiriendo derechos, hasta alcanzar posiciones políticas. También hay un cierto recorrido de la temática femenina, en tanto la voz de Doña Inés va relatando los cambios que se operan, desde su vida colonial, a las costumbres que “observa” en las mujeres del siglo XX. Es importante aclarar que toda la historia es narrada por ella, la voz de un fantasma que recorre los siglos, y “ve” las transformaciones que se van operando, desde su óptica, naturalmente.

Esa idea de buscar la historia de los ciudadanos y no la de los héroes, es lo que me interesaba y me sigue interesando. Por supuesto no voy bien con el mercado. El mercado lector en Venezuela quiere la historia de los héroes o los antihéroes, quiere que la novela sea “todo lo que usted siempre quiso saber sobre X y su profesor de historia no le contó”, pero esa recreación no es para mí. Ahora estoy escribiendo una novela, que puede calificarse como histórica, porque ocurre en el siglo XVII, y precisamente el personaje principal es una mujer, que si bien existió, su vida fue borrada de los anales por la propia familia. Una historia minimalista, casi una anécdota. Mi narración pretende precisamente recrear su drama, el de una muchacha violentada, y a partir de los pocos datos localizables levantar un desarrollo y un desenlace para su vida.

CB Escribes en un ensayo:

Con respecto a ellos, los personajes, dos hipótesis. La primera, la más común, la del doble. El Otro-lector intentará adivinar en los personajes las trazas del autor. Los disfraces con los que ha revestido su identidad; dónde se esconde y cuál voz es la suya. La segunda es la del testigo; de qué voces da cuenta el escritor, qué discursos ha recogido en su existencia, en sus lecturas; con qué fantasmas carga y qué expresión quiere darles para que puedan, por fin, hablar. Me reconozco en ambas proposiciones.
¿A qué te refieres con “los fantasmas”?

ATT En cuanto a lo de fantasmas, creo que me refiero a esos personajes, situaciones, y recuerdos que se nos han quedado en el tintero, no les hemos podido dar forma escrita, y permanecen como obsesiones. Más que nada creo que los fantasmas de los que hablaba en ese ensayo eran eso, las obsesiones particulares, las cosas irresueltas, que los escritores tenemos la audacia de creer que si las escribimos se resuelven. Pero son muy importantes, son los que producen esa manera particular en la que cada quien escribe distinto a los demás. En cierta forma, están vinculados al término en sentido psicoanalítico, imaginarios personales que nos persiguen toda la vida. Cito un párrafo de mi novela Los últimos espectadores del acorazado Potemkin que quizás ilustra una de mis obsesiones.

Mi hermano murió hace bastante tiempo, y desde luego que el pesar de su desaparición es algo ya pasado, y con lo que me he reconciliado. Pero desde que sus escritos habían reaparecido en la caja de zapatos, después de haberlos olvidado, una cierta idea de lo inacabado me atormenta. Tampoco quisiera darle una gravedad que no tiene. La palabra tormento sugiere un sufrimiento mayor del que experimento. Quizá no sea más que la incómoda sensación que nos queda después de que una vida termina, en cuanto a la intrascendencia de la misma, en la imposibilidad de resumirla, una última ternura de saber que, finalmente, era una más de las posibles aventuras humanas
CB Publicaste una novela de corte erótico. ¿Cuál fue tu interés literario en el tema? ¿Cómo te sientes ante el libro publicado?

ATT Lo que ocurrió con La favorita del Señor no fue premeditado. Era una de las historias de mi novela anterior, Malena de cinco mundos, que se compone de cinco relatos de mujeres de diferentes épocas y lugares, pero la voz de la protagonista venía con tanta fuerza que comprendí que exigía su lugar propio, y la voz venía en tono erótico. Se impuso así y le seguí los pasos, y quedó como una novela aparte. El libro me gusta, y ha sido uno de los más vendidos. El género erótico no es muy común en Venezuela, y menos escrito por novelistas mujeres ( a diferencia de la poesía), así que fue bastante sonada la publicación. Un librero me dijo una vez, si quiere vender, siga con ese tema, pero la verdad es que no he querido volver. Fue, como digo, una voz que se impuso y que no pretendo buscar.

CB Escribe Oscar Rodríguez Ortiz que “en la obra de Torres hay esta continuidad de las tradiciones venezolanas”, tras mencionar a Rómulo Gallegos (te encuentra “relacionable con ese pantanoso mundo secreto que bulle en la obra de Gallegos: sus terrores a las mezclas raciales y el peligro de los incestos”). Este crítico hace comparaciones con otros autores latinoamericanos para los que “lo nacional y la conciencia histórica son asuntos centrales”, y con Faulkner. ¿En quiénes colocas tú tu filiación literaria? Has dicho que la literatura venezolana es desconocida afuera de su territorio geográfico, aún cuando goza de magníficos autores. ¿A cuáles de los clásicos venezolanos aceptas como parte de tu árbol genealógico?

ATT Sin duda, estuve mucho tiempo influenciada por los autores latinoamericanos, naturalmente Carlos Fuentes, pero también José Donoso, Fernando Del Paso, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar. Toda esa gran generación. Progresivamente me he ido metiendo por otras lecturas, y por otras escrituras. Trato de moverme en un panorama más amplio, y aunque me resulta muy difícil enumerar lo que leo, por la forma tan desordenada en que lo hago, nombro de memoria algunos de los narradores que más me han interesado, y que creo me han dejado huella: autores ingleses (Iris Murdoch, Kazuo Ishiguro, P.D. James, Sarah Waters); o norteamericanos (Patricia Highsmith, Alice Munro, Paul Auster); o europeos (W. G. Sebald, Imre Kertesz, Sándor Márai).

Rodríguez Ortiz se refiere concretamente a Doña Inés, donde ocurren los líos de mezclas raciales y otros derivados. Una parte muy importante de la novela es la saga matrimonial, es decir, cómo se producen las uniones, partiendo de la vida colonial, en la que había una prohibición para los matrimonios interraciales, aunque, en los hechos, se producían uniones mixtas. Esto, naturalmente, era en aquel momento, negado y encubierto. Doña Inés narra que su marido tiene un hijo de una esclava, y que una de sus hijas mantuvo un affaire con un esclavo, por lo que tuvo que esconderla, hasta estar segura de que no había quedado embarazada. En la medida en que pasa el tiempo, la prohibición desaparece, pero se mantiene como prejuicio, aunque se operan transformaciones importantes. Por ejemplo, una descendiente de Doña Inés, arruinada y sin pretendientes, se casa con un mulato, que proviene de la saga de la familia esclava, pero se ha convertido en un hombre de dinero y de poder durante la dictadura de Juan Vicente Gómez (1905-1935); y más adelante, mantiene una relación amorosa por varios años con un judío, lo que también desafiaba los prejuicios de la burguesía venezolana, no solamente por el adulterio sino por la condición judía de su amante. Todas estas tramas de la construcción de la sociedad venezolana son fundamentales en Gallegos, y sin duda su obra está presente en casi todos los novelistas venezolanos, lo quieran o no, pero no creo que yo he sido una hija demasiado fiel, en tanto que debo confesar que, para mi vergüenza, no lo he leído con suficiente continuidad, y por otra parte, la novelística galleguiana es fundamentalmente rural, y la de los autores posgalleguianos es urbana.

Lo que creo nos une a su obra es esa preocupación por lo nacional, el país como obsesión, como fantasma, como problema. Si busco en el árbol de los clásicos sin duda la autora es Teresa de la Parra. Hay mucha historia, mucha “nación” en su obra, pero siempre marginal, siempre a través de personajes insignificantes. Cuando ella escribe Ifigenia, en 1924, el panorama literario venezolano estaba dominado por Gallegos y José Rafael Pocaterra, que abordaban los grandes temas nacionales; en cambio, Teresa se lanza a escribir la vida de una joven, que no sale de su entorno familiar, pero a través de su relato comprendemos los efectos de la dictadura en la sociedad, sus prejuicios, sus transformaciones económicas. Era una audacia en aquel momento escoger esa protagonista, y esa temática, entre lo familiar, y lo sacrificial, de las muchachas de entonces. Lo nacional, que tanto nos marca a los venezolanos, lo encuentro ahora mejor en temas minimalistas, en un lenguaje más escueto, casi que menos literario, diría. Me gusta ver el hilo de las cosas, y cómo se van transformando, pero siempre tengo la impresión de que nunca puedo volver a una escritura anterior. En parte porque me lo he propuesto así, pero también porque no funcionaría. En cada libro se queda una parte propia, y hay que dejarla ir.



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